jueves, 19 de abril de 2018

Yabba Dabba Dooo! Los Picapiedra, qué modernos estos prehistóricos



Hace unos 70 o 7.000 años (milenio arriba, milenio abajo) nació Fred Flintstone. Exactamente el mismo día que su vecino e inseparable Barney Rubble. Y, casualidades de la vida, también el día que nacieron sus sufridas esposas, Wilma y Betty. Y su mascota, el dinosaurio Dino. Y el troncomóvil. Y el cuernófono. Y los piedrólares… Y una de las series de dibujos animados más exitosas, populares e inmortales de la historia. O de la prehistoria.

En España, los Flinstones se llamaron los Picapiedra. Pedro y Vilma Picapiedra. Y sus vecinos, los Rubble, se convirtieron en Pablo y Betty Mármol. Aquí, como en medio mundo, la serie tuvo el mismo éxito que en Estados Unidos, que en su día batió el récord de capítulos, 166, a lo largo de seis años ininterrumpidos de emisión en la cadena ABC. Luego llegaron décadas de reposiciones, capítulos especiales, continuaciones, cine, homenajes… Pero no nos adelantemos, que vamos en troncomóvil. Regresemos al principio de la historia.

Los Picapiedra estaba ambientada en la ciudad de Piedradura (Bedrock), y contaba la vida cotidiana de una típica familia de clase media americana en los años 50-60, trasladada a la Edad de Piedra. Las tramas, aunque aparentemente infantiles e inocentes, en el fondo se dirigían también al público adulto con sus pícaros diálogos, su divertida crítica a las costumbres de la época (la barbacoa, el ‘boliche’, el drive-in cinema, el coche familiar), sus visionarios avances tecnológicos y sus continuas referencias a la guerra de sexos (la escena de Pedro aporreando la puerta al grito de ¡Vilmaaaa! ha marcado a varias generaciones); o tocando temas “mayores” como la maternidad y la infertilidad (Vilma se queda embarazada; los Mámol tienen que adoptar), la ludopatía, el consumismo desenfrenado o las complicadas relaciones familiares.


Los personajes llegaron incluso a protagonizar varios anuncios de Winston, patrocinador de la serie hasta 1963 (hoy sería impensable ver a Pedro y Pablo fumando relajadamente un cigarrillo mientras sus esposas realizaban los trabajos del hogar). Y por rematar el legado adulto de Los Picapiedra, una curiosidad: la sintonía de la serie (“Meet The Flinstones”) es una derivación del 2º movimiento de la Sonata para Piano nº 17 de Beethoven. Bastante más animada, claro.

La serie se convirtió muy pronto en un verdadero icono popular y fueron los primeros dibujos animados en horario prime time, y también los primeros de la TV emitidos en color, en 1962. Y unas décadas antes que los Simpson (que tanto les deben, por cierto) presentaron una extensa y divertidísma galería de artistas invitados: Ann-Margrock, Stony Curtis, Rock Hudson, Alfred Hitchrock… y hasta Bond, Fred Bond, en el primer largometraje de la serie, El superagente Picapiedra (“The Man Called Flintstone”, 1967). El show de Los Picapiedra mantuvo su récord como la serie animada más larga durante 31 años, desde su cancelación en 1966 hasta 1997, año en que fue superada, precisamente, por Los Simpson.

Después de 1966 llegaron otras secuelas y variaciones, meras sucedáneas que no se acercaron ni de lejos al original. Ni en ingenio, ni en humor, ni en transgresión. En 1994, el mismísimo Spielberg se atrevió a producir la versión “en carne y hueso” de Los Picapiedra para el cine, con un resultado más bien decepcionante, salvo la presencia del gran John Goodman (que indudablemente nació para ser Pedro Picapiedra) y el luminoso descubrimiento de Halle Berry (un talento y una belleza desde luego mucho mejor aprovechados en películas posteriores). Increíblemente, el experimento se repitió en el año 2000, esta vez además sin Goodman y, lo que es peor, sin Halle Berry. 


Casi 70 años (o 7.000) después de su creación por los genios William Hanna y Joseph Barbera, los Picapiedra siguen encandilando a generaciones de espectadores en todo el mundo. ¿Su secreto? Tal vez saber reflejar con enormes dosis de ingenio e ironía la familia media de la sociedad occidental de las últimas décadas, que es la misma en cualquier país y en cualquier época. ¿O quién no lanza un eufórico “¡Yabba Dabba Dooo!” cuando suena la pterodáctilosirena que marca el fin de la jornada laboral?




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