lunes, 23 de noviembre de 2020

Viktor Frankl y Auschwitz. El hombre en busca de sentido



Fue uno de los más eminentes psicólogos y neurólogos del planeta; ya a los 16 años se carteaba con Freud y a los 20 expuso su teoría de la Logopedia en el Congreso de Psicología de Dusseldorf; fue Jefe del Departamento de Neurología del Hospital Rothschild a los 32 años y del Hospital Policlínico a los 38; Doctor en Filosofía y Profesor Invitado en las más prestigiosas universidades europeas y americanas; publicó multitud de libros y artículos, fue alpinista, piloto, caricaturista y enamorado de las corbatas. Vivió 92 años absolutamente plenos. Pero donde encontró sentido a su existencia, y a la del ser humano, fue en el lugar donde menos imaginó: los campos de exterminio nazis.

Auschwitz. La noche de Navidad de 1944. A 30 grados bajo cero, sin calefacción, descalzos, en la oscura antesala de la muerte, un puñado de despojos humanos se apiña en un extremo del barracón para escuchar las palabras del prisionero número 119.104. “Pensadlo: estamos ante el desafío de sobrevivir. Podemos hacer una de estas dos cosas: convertir esta experiencia en una victoria o limitarnos a vegetar, dejando de ser personas. Incluso aquí debemos subsistir al cobijo de la esperanza en el futuro; no importa que no esperemos nada de la vida, lo que verdaderamente importa es lo que la vida espera de nosotros. No hay que avergonzarse de nuestras lágrimas, porque demuestran nuestro valor para encararnos con el sufrimiento. Si conoces el porqué de tu existencia, entonces serás capaz de soportar cualquier sufrimiento”.
Y aún añadió: “La desesperanza puede ser explicada en términos de una ecuación matemática: D = S - P, Sufrimiento sin Propósito. En el momento en que ves un sentido en tu sufrimiento, puedes moldearlo en un logro; puedes convertir la tragedia en un triunfo personal, pero debes saber para qué. Si las personas no pueden encontrar ningún sentido en absoluto a sus vidas, tal ven tengan algo con lo que vivir, pero no tendrán nada por lo que vivir”.


El prisionero número 119.104 se llamaba Viktor Frankl y después de padecer el tormento de Auschwitz -donde su madre murió en la cámara de gas- sufrió el de los campos de Kaufering III y de Turkheim -donde fue separado de su esposa, que murió en el de Bergen-Belsen. Y antes sobrevivió a Theresienstadt -donde murió su padre, enfermo de inanición-, campo de exterminio al que fue deportado en septiembre de 1942, cuando era un eminente psiquiatra de 37 años y director del Departamento de Neurología del Hospital Rothschild, único hospital de Viena en el que eran admitidos judíos.

Viktor Frankl tuvo en sus manos librarse de sus tres terribles años en los campos de exterminio. En 1942 le concedieron un visado para continuar su prestigiosa carrera en Estados Unidos. Se preguntó qué debía hacer: sacrificar a su familia por el bien de la causa a la que había dedicado su vida, o sacrificar esta causa por el bien de sus padres. Esperando una respuesta “del cielo”, al llegar a su casa preguntó a su padre qué era aquel pedazo de mármol que había sobre la radio. “Es parte de las Tablas que contenían los Diez Mandamientos” le explicó. Tenía grabada una letra hebrea, que aparecía solamente en el Cuarto Mandamiento: Honra a tu padre y a tu madre y tú estarás en la tierra prometida. “En ese momento –recuerda Frankl- decidí permanecer en Austria y dejar que mi visado caducara”.

El joven Viktor ya había aprendido a sobrevivir al hambre y la pobreza durante la I Guerra Mundial, cuando apenas contaba 9 años. Y durante sus estudios de bachillerato aprendió a interesarse por la realidad del ser humano y a cuestionar la verdad científico-organicista que proclamaba su profesor: “la vida humana no es otra cosa que un proceso de combustión y de oxidación”. “Si es así –lo interpeló Viktor, puesto en pie- ¿cuál es el sentido de la vida humana?”
Años después, ya como uno de los psiquiatras más prestigiosos de su país, Frankl daría respuesta a este interrogante a través de su Logoterapia (tercera escuela de Viena, contrapuesta al Psicoanálisis de Freud y a la Psicología Individual de Adler), según la cual el ser humano halla el sentido de su existencia a través del amor a otros, a través de sus actos de creación y a través de virtudes como la compasión, la valentía o el sentido del humor; o el sufrimiento. Al final, estas tres vías nos llevan a un sentido último en la vida, que no depende de otros, ni de nuestros proyectos ni de nuestra dignidad, sino de Dios, el sentido espiritual de la vida.

Esta teoría fue el resultado de sus reflexiones y experiencias, propias y ajenas, durante sus años vividos –sobrevividos- bajo el terror nazi. Tras la liberación del campo de Turkheim, el 27 de abril de 1945, Frankl comenzó a buscar un sentido a su propia supervivencia, "el para qué habré quedado vivo"; y por qué unos sobrevivieron y otros no. A finales de ese año, a lo largo de nueve días, fue dictando “entre lágrimas” a tres secretarias del Hospital Policlínico de Viena (donde era Jefe del Departamento de Neurología) el testimonio de sus experiencias en los campos de concentración, tomando como referencia docenas de papelitos que había ido rellenado en su cautiverio. “Aquellos que tienen un porqué para vivir, pese a la adversidad, resistirán”, nos dice Frankl.  

En los campos pudo percibir cómo las personas que tenían esperanzas de reunirse con seres queridos o que profesaban una gran fe, tenían mejores oportunidades que los que habían perdido toda esperanza. La elección dependía de cada uno, pues el ser humano es libre y cada persona elige “si dejarse determinar por las circunstancias o enfrentarse a ellas”. Al final, concluye: “Después de todo, el hombre es ese ser que ha inventado las cámaras de gas de Auschwitz, pero también el que ha entrado en esas cámaras con la cabeza erguida y el Padre Nuestro o el Shema Yisrael en sus labios”. Y también el humor, y la música y la poesía y el Arte... Hasta tal punto, que aquellos judíos hacinados en los barracones encontraron en esas creaciones artísticas y en esos bailes una salida, un refugio y una salvación. Compartían canciones, poemas, bromas e incluso sátiras sobre el campo y sus guardianes. Todos se ayudaban unos a otros a olvidar dónde estaban. Algunos incluso perdieron la vida por el mero hecho de tocar el violín para dar un poco de esperanza a sus compañeros. El humor y la música fueron para aquellos despojos humanos, postrados en la antesala de la muerte, las últimas armas del alma para luchar por su supervivencia.


El libro de Frankl se publicó en 1946 bajo el título de El hombre en busca de sentido, destinado a todas las personas que habían sufrido las consecuencias de la guerra, y que a lo largo de más de 70 años ha dado también esperanza a millones de personas con millones de sufrimientos diferentes. Será un buen momento este, pues, para repasar la lección de Viktor Frankl y aplicar su ecuación a la inversa: Esperanza = Sufrimiento con Propósito. Si él encontró sentido al sufrimiento extremo, qué no podremos conseguir nosotros con nuestras pequeñas o grandes tragedias.


PD. La historia de Viktor Frankl forma parte de mi libro La muerte del egoísmo (Ed. Palabra)


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