viernes, 24 de marzo de 2017

Johnny Cash. Sólo un cantante.

“No soy un salvador, no soy un santo; el hombre con las respuestas ciertamente no soy. Nunca te diría qué está bien y qué está mal. Sólo soy un cantante de canciones (…) Pero puedo hacerte ver a través de los ojos de los amantes y entender sus sueños. Y llevarte a la ciudad donde un hombre fue crucificado; puedo decirte cómo vivió y por qué murió (…) No soy un gran hombre, ni proclamo serlo; pero cuando me encuentre a mi Creador no agacharé la cabeza, me mantendré orgulloso y fuerte y diré: Señor, yo era un cantante. Sí era un cantante de canciones” (A Singer Of Songs). Tal vez Johnny Cash no se considerase a sí mismo más que un cantante de canciones, pero para el resto del mundo, para todos los que le admiramos y veneramos, fue mucho más. Fue, sencillamente, uno de los más grandes. En la música y en la vida.



Y es que la música y la vida suelen ir siempre de la mano. En el caso de Johnny Cash, ambas nacieron en los campos de algodón de Dyess, Arkansas (“la primera canción que recuerdo haber cantado fue I Am Bound for the Promised Land, en la trasera del camión que nos llevaba a los campos”), donde su madre cantaba, y a veces lloraba, aquellos lamentos gospel que apenas hacían olvidar las desgarradoras jornadas de sol a sol entre infinitas hileras de algodón y espinos, pero que sembraron la semilla de la música en el alma del joven J.R., y allí mismo comenzó a germinar. “Dios te ha tocado con su don, hijo. Nunca olvides el don”, le dijo su madre. Su cometido, comprendió el niño en ese momento, era cuidarlo y usarlo bien.

Johnny Cash nació el 26 de febrero de 1932, en plena Depresión. Su primer hogar fue una cabaña mísera, regalo del New Deal, que compartía con sus padres y seis hermanos. Entre el algodón y la música, trabajó en un taller de coches en Michigan, fue interceptor de mensajes cifrados en las Fuerzas Aéreas, en la Alemania de la postguerra, y vendedor a domicilio en Memphis. “Fui un gran operador de radio, y un pésimo vendedor”. La trágica muerte de su hermano Jack (“mi héroe, mi mejor amigo, mi compañero, mi protector”), debido a un accidente laboral, marcó toda la vida de Johnny Cash. Su pérdida dejó un rincón enorme, frío y triste en su corazón, que permaneció hasta su muerte; aunque siempre sintió su presencia en los momentos de negrura. Como cuando estaba vivo, nunca le falló.

Y realmente, esos momentos oscuros fueron muchos a lo largo de su vida. Johnny Cash vivió toda su existencia en la cuerda floja, entre el tormento de las drogas y el alcohol, o el del fracaso y el éxito, que a veces apenas se diferenciaban. Pero desde el primer single que grabó, (‘Cry, Cry Cry’ y ‘Hey, Porter’, 1954) hasta sus últimas grabaciones, American Recordings, cuyo último episodio se publicó 7 años después de su muerte; desde su primer matrimonio fallido, destrozado por su atracción suicida por la perdición, hasta el encuentro de su amor verdadero y redentor, al que siguió incluso en su muerte; desde su adicción por las anfetaminas y derivados hasta su devoción por la Biblia, por la oración, por Jesús; desde el niño miserable que recogía algodón hasta la estrella refulgente y admirada en todo el mundo, John R. Cash ha sido, ante todo, un hombre honesto, un alma buena y un espíritu libre.

Y de la mano de la vida, a la música. También fueron duros sus incicios, como los de todos. Pero tras grabar su primer single, en el mítico estudio Sun Records de Sam Phillips, descubridor también de Elvis Presley, comenzó su vida en la carretera y, de paso, arrancó su sueño. Junto a Elvis, Jerry Lee Lewis y Roy Orbison (¡vaya cartel!) recorrió los pueblos de todo el país y comenzaron a sonar sus éxitos en la radio. Cuando a ellos se unió June Carter, hija de la gran estirpe de la música folk americana, el éxito se multiplicó; y también las dos adicciones de Johnny Cash: las anfetaminas y la propia June. En 1962, tocó fondo. Fue en un concierto en el Carnegie Hall, cuando salió al escenario tan ‘colocado’ que no pudo ni cantar, y por primera vez fue consciente de su problema, de su enfermedad. June se convirtió en su ángel de la guarda, “Dijo que conocía mi soledad, que éramos almas gemelas y que lucharía por mí con toda su voluntad. Lo hizo convirtiéndose en mi compañera, mi amiga y mi amante, y rezando por mí”.
     Con ella, Johnny Cash reencontró a J.R. Y también reencontró a Dios. “Siempre he sido cristiano; en algún lugar entre el mejor y el peor cristiano —reconoció en su autobiografía—. Intentando, pese a mis muchos fallos y mi continuada atracción hacia los siete pecados capitales, tratar a mis semejantes como lo hubiera hecho Cristo”. Tal vez fuera esa la razón que le impulsó a llevar un sincero consuelo a los presos de San Quintín o años después a los de Folsom, conciertos que le devolvieron el estrellato en 1968. Unos meses antes, se había casado con June Carter, tras haberle pedido la mano en plena actuación, delante de miles de personas. Un año después tenía su propio programa de televisión, y en 1970 nació John Carter Cash, su hijo. La vida le sonreía, y la música también: en 1971 compuso una de sus canciones inmortales, un auténtico himno a los desheredados, Man In Black (“visto de negro por los pobres y abatidos… Por el viejo enfermo y solitario… Por las vidas que ya nunca serán… Hasta que las cosas sean mejores, soy El Hombre de Negro”). Como él mismo reconoció, “la sobriedad me sentaba bien”.


Su vida y su música transcurrieron como siempre habían transcurrido, entre el éxito y el olvido, entre la carretera y su paraíso en Cinnamon Hill, Jamaica, entre la devoción por su familia y el amor a Dios, entre la serenidad y las recaídas. Cantó con los más grandes, visitó la clínica Betty Ford, se apagó su estela creativa y comercial durante años y volvió a brillar con más fuerza que nunca en 1994, cuando se unió al productor Jack Rubin y comenzó a grabar la serie American Recordings. Canciones profundas, oscuras, desnudas, acompañadas por un piano, una guitarra y la voz envejecida y grandiosa de Johnny Cash, y por su alma herida: “Me he herido hoy, para ver si aún siento… ¿En qué me he convertido? Mi más dulce amigo; todo al que conozco se va, al final…” (Hurt).

El 12 de septiembre de 2003 John R. Cash también se fue. Tomó su última carretera apenas cuatro meses después de la muerte de su esposa, June Carter Cash, su amor, su ángel, su amiga, su compañera en la música y en la vida. Ese día, cuando Johnny llegó ahí arriba, probablemente se subió al escenario y entonó un bello gospel junto a su madre, su hermano Jack, June, Roy, Elvis y tantos amigos que se le adelantaron en la última gira. Y a uno, la verdad, le hubiera encantado haber estado ahí, en primera fila, sin perder una nota, sin perder una sílaba, sin perder un gesto de ese tipo grande y honesto que fue mucho más, muchísimo más, que un "cantante de canciones".




domingo, 19 de marzo de 2017

Banda sonora para el Día del Padre

Mucho antes -y después también- de que El Corte Inglés lo transformara en un mero intercambio de regalos, más o menos de cumplido, el Día del Padre fue un intercambio de experiencias, recuerdos, vivencias, emociones, reproches y toda suerte de choques generacionales, inmortalizados en maravillosas canciones por los más grandes padres e hijos de la música. Una banda sonora perfecta para el Día del Padre. Cada uno tendrá la suya, claro. Sólo pretendo que esta os invite a disfrutar un poco más de vuestro día. Y los que aún no seáis padres, de comprender un poco más a los vuestros.

En 1970, Cat Stevens nos dejó una de esas canciones inmortales que ha trascendido a los años y a las generaciones, Father and Son. Un homenaje a las relaciones, no siempre fáciles, entre padres e hijos, y que hoy sigue tan vigente como entonces. Ese diálogo forjado de paternalismo («Fui una vez como eres tú ahora y sé que no es fácil») y de reproche («Desde el momento en que pude hablar se me ordenó callar») es, simplemente, la vida. Con música de fondo; una banda sonora prolífica y maravillosa. Son muchos los artistas que han dedicado a sus padres composiciones llenas de recuerdos, añoranza, agradecimiento, rebeldía, cariño. Canciones como My Father’s Eyes, en la que Eric Clapton ve los ojos de su padre, al que no conoció, en los ojos de su hijo Conor («me he dado cuenta de que está aquí conmigo, cuando miro a los ojos de mi padre»). O la entrañable Cats in theCradle de Harry Chapin, que nos cuenta la historia de un padre demasiado ocupado y de un hijo demasiado triste, que de mayor repite el error de su padre. Bruce Springsteen en Independence Day quiere escapar de la oscuridad de su hogar y de la oscuridad de su pueblo y de un padre que, en el fondo, es demasiado igual a él; «así que di adiós, porque es el Día de la Independencia / todos los chicos deben huir / todos los hombres deben hacer su camino (…) nada de lo que puedas decir puede cambiar nada ahora». Al final, sin embargo, hay un lugar para la comprensión: «Papá, ahora sé las cosas que querías pero no pudiste decirme».


Pero no todo son tristezas y reproches. Hay hermosos tributos como el que rinde el propio Boss a su viejo en Walk Like a Man, que recuerda cuando de niño intentaba «caminar como un hombre», siguiendo las mismas huellas que su padre dejaba en la arena. «Cada generación culpa a la anterior» canta Mike & The Mechanics en The Living Years mientras añora a su padre fallecido, pero siente su presencia en el hijo recién nacido. En la poética On Elvis Presley’s Birthday Elliott Murphy rememora esos momentos mágicos junto a su padre, atravesando en su viejo Cadillac las calles de Long Island y sus negros vecinos, aquel día de cumpleaños del ídolo paterno. Un ídolo que también tuvo padre, Vernon Presley, que en la triste Don’t Cry Daddy Elvis trata de consolar por su reciente viudedad. En cambio, para Peter Gabriel en Father Son, su padre es la seguridad, incluso entre las fieras olas, porque sabe que está siempre a su lado.

Neil Young pregunta a su hijo en la entrañable My Boy por qué crece tan rápido, por qué no se toma su tiempo para cumplir sus sueños y hacer planes; y se lamenta porque «creí que apenas habíamos empezado». Bob Dylan, padre ausente, dedicó en Forever Young los más bellos deseos y consejos a su hijo recién nacido, mientras él andaba de gira en gira: «Que Dios te bendiga y te guarde siempre, que tus deseos se hagan realidad, que construyas una escalera a las estrellas y subas cada peldaño; que crezcas para ser honesto, que crezcas para ser sincero, que siempre seas valiente y te mantengas erguido y fuerte. Que permanezcas siempre joven».     


 John Lennon tuvo el tiempo justo, antes de morir, de pedirle a su hijo Sean que le cogiera de la mano antes de cruzar la calle en Beautiful Boy (Darling Boy); y de rematar la dedicatoria con uno de esos sabios consejos paternos que el tiempo ha convertido en una máxima imperecedera, especialmente aplicable al padre de hoy: «La vida es aquello que te pasa mientras estás ocupado haciendo otros planes». Y Dan Fogelberg, en The Leader of the Band, rinde un emotivo y agradecido homenaje a ese padre que fue músico, educador y líder de un grupo y del que el cantante se siente un simple “legado” («gracias por la música / y tus historias de la carretera / Gracias por la libertad / cuando me llegó la hora de partir / Gracias por tu cariño/ y cuando te tocó ponerte duro / Y Papá, no creo que / te dijera “te quiero” lo suficiente»).
Otra bella historia nos cuenta MyFather, en la voz de Nina Simone: la promesa incumplida de un padre (navegar por el Sena) que finalmente su hija logró cumplir por él («veo el sol de París ponerse en los ojos de mi padre»). El rudo cowboy Rodney Atkins en Watching You se emociona describiendo cómo su hijo observa todo lo que hace y trata de imitarlo, porque de mayor sólo quiere ser como él. Y otro countryman, George Strait, recuerda en The Best Day aquellos días de infancia, pesca y acampada, que compartía con su padre; o los de adolescente y coches, o el mismísimo día de su boda, «no puedo creer lo que has crecido, hijo»; todos ellos fueron “el mejor día de mi vida”.

Y es que el secreto del amor de un padre, nos revela también George Strait en Love Without End, Amen, es precisamente que no acaba nunca. Ni siquiera cuando ya se ha ido. «Si vieras cuántas noches estás conmigo, cuando escribo una copla de madrugada» lo añora Alberto Cortez en Carta a mi viejo. En un día como hoy no hace falta decir mucho más. Basta con un abrazo fuerte y un «miquerido, mi viejo, mi amigo», gracias por estar ahí.





miércoles, 15 de marzo de 2017

El Padrino: Sí fue algo personal


15 de marzo de 1972, Times Square. Las colas para asistir al estreno de la última película de un tal Francis Ford Coppola cubren varias manzanas. Policías a caballo controlan escrupulosamente que no haya problemas y dan órdenes a través del megáfono. En las tiendas cercanas la gente compra café bien caliente en vasos de cartón con tapa; llevan horas allí, desafiando a la tormenta primaveral. Pero el acontecimiento merece la espera (todos han leído la novela de Puzo). Incluso sin saber –aún- que esa noche de marzo, al traspasar las puertas de la sala, estarán entrando en la historia del cine.



Pero, ¿qué es lo que hizo de El padrino una de las obras más emblemáticas, inmortales y revolucionarias del séptimo arte? ¿Qué es lo que tiene la obra de Puzo/Coppola para seguir fascinando a millones de espectadores cincuenta  años después de su estreno? Como nos recuerda el maestro Garci, El padrino ha dejado de ser únicamente cine para convertirse en mitología. En historia. En América. Y aún más, en patrimonio de la Humanidad. Pues lo que está ahí retratado, entre la primera frase (“Yo creo en América. América ha hecho mi fortuna”) y la última escena (esa puerta que cierra el despacho y la salvación de Michael Corleone, el heredero del imperio) no es otra cosa que la historia del hombre mismo. Tal cual. La institución familiar y el crimen, la traición y el amor, la ambición y la lealtad, el honor y el horror, el pecado y la redención; el poder y su precio; el bien y el mal, en suma, luchando  a brazo partido dentro y fuera de cada uno.


A priori, sin embargo, el proyecto no partía precisamente con ventaja. Unos meses antes, el escritor Peter Maas trató de publicar su libro “The Valachi Papers”, (confesiones reales de un ganster a un agente del FBI) obteniendo como única respuesta de los editores a los que visitó: “la Mafia no vende”; hasta que un pequeño editor apostó por ella y vendió. Los veinte mil ejemplares de la primera edición; trescientos cincuenta mil en las semanas posteriores. Poco después, el libro de Mario Puzo superó al de Maas con creces: un millón de ejemplares en pasta dura y doce millones más en edición de bolsillo; 67 semanas en la lista de best-sellers del New York Times. Y luego llegó la visión de Coppola, y esas colas interminables en las salas para ver una película de tres horas sobre la Mafia, y el mundo se preguntó: ¿qué demonios ha ocurrido?




En realidad, lo que ocurrió no fue precisamente una casualidad; fue una calculada conjunción de astros que el genio de Francis Ford Coppola unió, moldeó y transformó en una obra maestra. Una obra maestra absolutamente personal e intransferible. El origen es, por supuesto, la novela de Mario Puzo, que fue el germen de dos guiones sencillamente perfectos (ambos lograron el Oscar) y de una colaboración, la del escritor y el cineasta, tan fructífera como genial. La novela, por cierto, era ya propiedad de la Paramount cuando aún era un manuscrito con título provisional, “The Mafia” (una palabra que, sin embargo, luego no se menciona ni una sola vez en la novela ni en el guión).
Lo que aportaba Puzo al género de gansters era una perspectiva nueva y crucial: la visión italoamericana. Esta es otra de las claves del éxito de El padrino: Italia. La Paramount lo intuía, y por eso buscó un director con sangre italiana (primero pensó en Sergio Leone, pero declinó la oferta); una decisión que aportó realismo, credibilidad. El padrino habla por primera vez de familias, no de bandas; sus personajes no son italianos sólo de nombre, sino también de cara, de gesto, de ritual, de alma; están inspirados en Frank Costello y Vito Genovese, en las Cinco Familias de Nueva York, y sus acciones y costumbres está extraídas directamente de la mafiología real. El padrino no es una novela/película sobre la Mafia, es la Mafia.   

Crucial fue también la revolucionaria fotografía de Gordon Willis, que aportó esa atmósfera de permanente penumbra, de interiores sombríos que envuelve toda la película. Después de la luminosidad del cine de los cincuenta, Coppola apostó por esa semioscuridad ocre y pastosa que difumina la escena lo mismo que las conciencias de sus personajes. Y la maravillosa partitura de Nino Rota rompió también los moldes del género. Gran parte de la culpa la tuvo el propio Coppola, que le dio indicaciones muy precisas al compositor italiano para acompañar la tragedia griega de esta familia italiana: un vals que vuelve y vuelve sobre sí mismo, melodías lentas y armoniosas, melancólicas como una marcha fúnebre; y mucha nostalgia italiana. Una banda sonora sencillamente magistral, y una de las más exitosas y recordadas de la historia del cine


De astros en estado de gracia está también plagado el reparto. El fanático empeño de Coppola por rescatar al acabado Marlon Brando no pudo ser más acertado. El actor prácticamente creó a su personaje, desde la apariencia (introduciendo algodones en las mandíbulas para parecer un bulldog) a la voz terrosa y pausada, pasando por los ademanes suaves y alguna que otra genial improvisación (el gato en su regazo, las cáscaras de naranja en la boca). También Al Pacino, por el que nadie apostaba debido a su timidez y baja estatura (lo llamaban “el enano”), y que acalló todas las bocas desde sus primeras escenas (y acabó apropiándose de la saga). Sin olvidar a James Caan, John Cazale, Robert Duvall, Diane Keaton, Talia Shire y todo el elenco de geniales secundarios, especialmente los italianos, que parecían recién importados de Sicilia. Muchos, incluso, pertenecían realmente a la Mafia.

Finalmente, cuántas películas pueden presumir de contar en su metraje con tal cantidad de escenas memorables y frases eternas, que han permanecido imborrables en la memoria de millones de espectadores: la entrevista de Bonassera con don Vito, la misma boda en la casa del Padrino, la cabeza equina en la cama de Woltz, el bautismo de sangre –ajena- de Michael en el restaurante Louis’s (“Pide la ternera. Es estupenda”), o la muerte de don Vito mientras juega con su nieto, una de las más poéticas de la historia del Cine. Y cuántas veces no habrá salido de nuestros labios ese “te haré una oferta que no podrás rechazar” o “no es personal, son los negocios” o “ten cerca a tus amigos, pero más cerca a tus enemigos”. Sin olvidar la leyenda negra, según la cual Frank Sinatra obtuvo su papel en la magnífica De aquí a la eternidad (con el que ganó su único Oscar) por influencia de sus amigos de la Mafia, hecho que inspiró a Puzo para crear el personaje de Johnny Fontane, que tiene bastante más relevancia en la novela y se diluyó en la película por presiones del propio Sinatra.

Y todo envuelto en un papel de falso celofán llamado Familia, La Famiglia (“Un hombre que no convive con su familia jamás será un auténtico hombre”), un entramado de lealtades, honores y códigos tan fascinantes como espeluznantes (desde luego, nunca estuvo tan acertado el término ‘lazos de sangre’). Una gran tela de araña igualmente eficaz para cazar y proteger, y de la que es imposible zafarse. Pero en la que muchos de nosotros hemos deseado, en algún rincón –oscuro- de nuestra alma, estar atrapados. Porque, en el fondo, siempre nos hemos identificado con esos personajes tan contradictorios, tan perturbadores, tan dolorosamente humanos.






martes, 7 de marzo de 2017

Think simple. Cómo la sencillez más absoluta puede cambiar el mundo



El ser humano es único en muchas cosas. Por ejemplo, en complicarse la vida. Por eso, a veces, conviene recordar que las ideas sencillas son a menudo las mejores ideas. Es una máxima de la publicidad, como bien definió uno de los mitos de la profesión, Maurice Saatchi, en su discurso “Brutal Simplicity of Thought”. Y es también una máxima de la humanidad; son legión las ideas ‘simples’ que, a lo largo de la historia, han cambiado la vida del ser humano. Casi siempre a mejor.

A mediados del siglo pasado, cuando Estados Unidos comenzó su carrera espacial —a rebufo de los soviéticos— los ingenieros de la NASA se percataron de que los bolígrafos comunes no podían escribir en condiciones de gravedad cero (la tinta llega a la punta sólo cuando está boca abajo). El reto tecnológico fue solventado por la empresa Fisher con una inversión de un millón de dólares y dos años de pruebas —en alto secreto— que dieron como resultado un bolígrafo de tinta a presión con el que los astronautas estadounidenses podían escribir en el espacio, en cualquier posición y bajo condiciones extremas de temperatura y gravedad. Los rusos, enfrentados al mismo problema, lo resolvieron con… ¡lápices! Una solución mucho más sencilla, inmediata y, desde luego, más económica.
            No sólo para los cosmonautas rusos, el lápiz es uno de los grandes inventos del ser humano. Gracias a este simple trocito de grafito, artistas, literatos, historiadores o simples mortales han dejado a lo largo de los siglos su testimonio o su obra para las generaciones venideras, desde que fue descubierta una mina de grafito en un pueblecito al norte de Inglaterra, en 1564. Ya en 1792, el ingeniero francés Jacques-Nicolás Conté lo perfeccionó mezclando el grafito con arcilla y cubriéndolo de madera de cedro, formato en el que este paradigma de la sencillez creativa ha llegado hasta nuestros días.

Otra de esas sencillas ideas que han cambiado, en este caso, nuestra salud y comodidad a la hora de viajar por el mundo, es la maleta con ruedas. Algo que hoy parece obvio, no lo fue hasta 1970. La bombilla se le encendió al ciudadano estadounidense Bernard Sadow en el aeropuerto de Puerto Rico durante un viaje familiar en el que sufría lo indecible cargando dos enormes y pesadas maletas; en ese momento pasó ante sus ojos un empleado portando sin esfuerzo una máquina sobre una plataforma con ruedas y a Sadow le pareció una genial idea para no volverse a romper el espinazo en el siguiente viaje («¡Eso es lo que necesitamos! Ruedas en el equipaje» le dijo a su mujer). Y le pareció también un magnífico invento con grandes posibilidades económicas. De forma que ató a su maleta cuatro pequeñas ruedas con una fuerte correa y trató de vender su invento loco que nadie iba a querer” en todas las tiendas y comercios de Nueva York. Sin excesivo éxito, hasta que presentó su equipaje rodante al vicepresidente de Macy’s; en octubre de ese mismo año el prestigioso centro comercial neoyorquino comenzó a vender el ‘obvio’ invento del visionario Bernard Sadow, con histórico éxito. Veinte años después se eliminaron dos ruedas y se colocó un mango retráctil en la maleta. Y, de paso, se la bautizó como trolley.



Unas rayitas en la arena…

A menudo, lo que hoy consideramos tan normal que incluso nos parece insignificante, fue en su día un adelanto que cambió la vida de millones de personas e incluso el devenir de la historia. Tal es el caso de los alimentos enlatados. Hasta el año 1810, uno de los mayores problemas con que se enfrentaban los soldados en los campos de batalla no era el enemigo, sino el abastecimiento. Alimentar todos los días a miles de hombres, a veces en territorio extranjero y hostil, no era tarea sencilla. Ni barata. El gobierno francés era consciente de ello, y ofrecía una recompensa de 12.000 francos a quien desarrollara un método que permitiera a sus soldados transportar la comida en buen estado a los lugares de batalla. Fue Nicolas Appert quien ideó la brillante solución: introducir los alimentos en una lata, sin aire ni luz, para conservarlos durante más tiempo. Tanto, que su invento aún perdura dos siglos después.


La historia de la escritura forma parte de la historia de cada civilización; y cada alfabeto tiene su propia complejidad lingüística y gramatical. Sin embargo, en 1836 Alfred Vail y Samuel Morse crearon un lenguaje tan sencillo y universal que ni siquiera utilizaba palabras. Y que además podía enviar mensajes a kilómetros de distancia sin necesidad de palomas mensajeras o intrépidos jinetes del Pony Express. Un código formado por combinaciones de simples rayas y puntos que unió fronteras y extendió la civilización a base de impulsos eléctricos.
Precisamente, el ingeniero N. Joseph Woodland estaba pensando en el código Morse mientras paseaba por la playa una tarde de octubre de 1948, tratando de hallar una solución para catalogar productos manufacturados. En la arena dibujó una serie de puntos y rayas a los que añadió líneas finas y gruesas, respectivamente, creando un código bidimensional, único y universal, capaz de catalogar cualquier producto en cualquier lugar del mundo. Un método sencillo y genial conocido como ‘código de barras’.


El símbolo de la felicidad

En 1912, Walter H. Deubner regentaba una pequeña tienda de comestibles en St. Paul, Minnesota, y se percató de que sus clientes sólo compraban los productos que les cabían en las manos. ¿Cómo convencerlos de que comprasen más de lo que podían transportar? Su solución fue simple: una bolsa de papel con una resistente cuerda a modo de asa. Ese día, Walter H. Deubner cambió para siempre la forma de comprar. Lo mismo que hicieron en 1950 los empresarios estadounidenses MacNamara y Schneider, fundadores de Diners Club, que tuvieron la genial idea de crear una tarjeta que permitía a su poseedor realizar cualquier compra en determinados comercios sin necesidad de llevar dinero encima.


En cualquiera de los aspectos de la vida, la simplicidad funciona. Cambia el mundo. Revoluciona la sociedad. La cara sonriente que creó el artista Harvey Ball le llevó 10 minutos en 1971; ese mismo año se vendieron 50 millones de chapitas del Smiley; apenas tres trazos sobre un fondo amarillo que hoy es un símbolo universal de la felicidad

Sí, la sencillez puede cambiar el mundo entero o la vida de una sola persona; como la de aquel mendigo que se sentaba cada día en su rincón de Central Park, con su avejentado sombrero abierto a las limosnas y un cartel rezaba «Soy ciego» que, invariablemente, los transeúntes ignoraban. Hasta que cierto día un publicitario que pasaba por ahí vio el mensaje, añadió unas palabras con un rotulador y prosiguió su camino. A partir de ese instante, el sombrero del mendigo comenzó a llenarse de monedas como por milagro. ¿Qué había escrito aquel hombre? Sólo tres palabras: «Es primavera y soy ciego». 

Simplemente.