domingo, 26 de febrero de 2017

Dos historias de Oscar y una leyenda negra


El 16 de mayo de 1929, en el Hollywood Roosevelt Hotel de Los Ángeles, se celebró la primera ceremonia de entrega de los Oscars; y por primera vez en la historia del cine, se escuchó la voz de un actor en una película, Al Johnson en El Cantor de Jazz. El 14 de mayo de 1988, moría la Voz a los 82 años de edad, en Los Angeles; Frank Sinatra dejó huérfano el mundo de la música, pero también el del cine, al que aportó interpretaciones memorables; una de ellas le valió el Oscar. Y, de paso, una leyenda negra.


El primer Oscar de la historia
La primera frase que los espectadores pudieron escuchar en una sala de cine fue “¡Espera un minuto, espera un minuto, no has escuchado nada todavía! ¡Espera un minuto te digo! ¡No has escuchado nada! ¿Quieres escuchar ‘Toot, Toot, Tootsie’?” la voz era del actor Al Jonhson, que interpretaba a Jakie Rabinowitz, el hijo de un rabino ultra ortodoxo que decide seguir su vocación musical como el cantante de jazz Jack Rubin. En esa primera entrega de los Premios de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de Hollywood, el Cantor de Jazz no recibió ningún Oscar, aunque sí un galardón especial por su contribución al cine; era la única película sonora de la noche.

Además de por su “mayoría silenciosa”, la ceremonia de 1929 fue muy diferente a como la conocemos en la actualidad: consistió en un sencillo banquete  celebrado en un hotel, no hubo discursos, duró 45 minutos, los premios se conocían desde meses antes y ningún medio la retransmitió en directo (por primera y única vez, ya que en la segunda edición y en las ochenta siguientes los premios siempre han sido retransmitidos en directo). Esa noche estuvo llena de primeras veces: se entregó el primer Oscar a la mejor película (Alas, de William Wellman) y el primer Oscar al mejor director (Frank Borzage por El séptimo cielo) y el primer Oscar al mejor actor y a la mejor actriz (Emil Jannings y Janet Gaynor), y al mejor guión y a la mejor fotografía…; y el primer Oscar honorífico (a Warner Bros), y el primer premio especial (a Charles Chaplin, por su genial versatilidad al actuar, escribir, dirigir y producir El circo). Y por primera y única vez se entregó el Oscar a los mejores efectos de ingeniería (a Roy Pomeroy por Alas, que posee, por tanto, un Oscar único), y también por primera y única vez se celebró la gala en el Hotel Roosevelt.



Desde aquella primera ceremonia, hace ya 82 ediciones, la estatuilla dorada conocida como Oscar (creada en 1928 por el escenógrafo Cedric Gibbons, aunque no fue “bautizada” hasta tres años después, cuando la bibliotecaria de la Academia, Margaret Herrick, decidió que se parecía a su tío Oscar) ha sido el objeto de deseo de todos y cada uno de los profesionales del cine; el becerro de oro que adoran, con envidiable fe, guionistas, compositores, directores artísticos, diseñadores, directores de fotografía, productores, editores, directores y actores. Un dios que tiene el poder, a veces milagroso e incomprensible para los mortales espectadores, de crear estrellas fulgurantes de la nada o de volver a encender estrellas apagadas durante años con renovado esplendor.

Y el ganador es… la Voz
Una de esas estrellas que renació de sus apagadas cenizas gracias al tío Oscar fue Frank Sinatra. La Voz. Aunque, en esta ocasión, no necesitó cantar ni bailar para ganarse el aplauso del público, de la profesión y hasta de la crítica. Sólo necesitó actuar. ¡Y de qué manera! En 1953 el actor atravesaba una mala racha. Debido a sus excesos, escándalos amorosos y juergas varias con su “pandilla de ratas” (el Rat Pack, como bautizó Lauren Bacall a Sinatra, Sammy Davis Jr., Dean Martin, Peter Lawford y alguno más), su casa de discos había cancelado su contrato, no le llegaban ofertas del cine y había fracasado en la televisión.

Entonces llegó De aquí a la eternidad (de Fred Zinnemann, con Burt Lancaster, Deborah Kerr, Montgomery Clift, Donna Reed, Ernest Borgnine), que prometía ser una de las películas más importantes del año y, de paso, de la historia del cine (como así fue, ganando 8 Oscars). Sinatra luchó, suplicó por el papel del soldado Angelo Maggio; incluso llegó a ofrecerse gratis, consciente de lo que podría suponer para su carrera. Pero el productor no le quería. Además, el cantante no parecía el intérprete más adecuado para un personaje dramático de tanto calado. Sin embargo, finalmente consiguió el papel. Dio lo mejor de sí mismo, que era mucho, y realizó una interpretación memorable, intensa, intuitiva, brillante. Y muy oportuna. De una tacada, ganó el Oscar al mejor actor de reparto, recuperó su condición de estrella y obtuvo la recompensa extra de la credibilidad como actor dramático. Los años siguientes nos dejó grandes interpretaciones en películas como De repente, Como un torrente y especialmente El hombre del brazo de oro, cuyo personaje del heroinómano Frankie Machine le valió una nominación al Oscar, esta vez como protagonista (le arrebató la estatuilla Ernest Borgnine por Marty; precisamente el actor que interpretó al sargento que le “arrebató” la vida en De aquí a la eternidad).


La leyenda negra
Hasta aquí la historia del primer y único Oscar de Frank Sinatra. Ahora viene la leyenda. Y lo que dice esta leyenda, color film noir, es que fueron sus conexiones mafiosas las que ayudaron al cantante en decadencia a conseguir el papel que le devolvió la gloria. Una leyenda que Mario Puzo recogió en su novela El Padrino y que el gran Coppola plasmó en la, para muchos, mejor película de la historia del cine.  “Hollywood te va a dar todo lo que le pidas” (Don Vito) - “Ya es tarde, empiezan a rodar la semana que viene” (Johnny Fontane) - “A ese Woltz le haré una oferta que no rechazará” (Don Vito). Nadie sabe a ciencia cierta si fue el padrino Moretti o Giancana o Lucky Luciano, o cualquier otro amigo mafioso de Sinatra quien hizo una oferta que no rechazó al productor de la Columbia para darle el papel de Angelo Maggio, y probablemente no lo sepamos nunca. “Para tener éxito hay que tener amigos; pero para tener mucho éxito hay que tener muchos amigos” decía el propio Sinatra. Lo único cierto es que la Voz se convirtió en el Actor y que en los archivos del FBI se conserva un expediente sobre Francis Albert Sinatra de 2.403 páginas.










jueves, 23 de febrero de 2017

Urdangarín y el círculo del 99



Había una vez un rey muy triste que tenía un paje que era muy feliz, siempre con una sonrisa en los labios y una actitud ante la vida alegre y serena. Tratando de descubrir el secreto de tanta felicidad, cierto día el rey le preguntó: «¿Por qué estás siempre alegre y feliz? ¿Eh? Por qué?» El paje le respondió: «Señor, no tengo razones para estar triste. Su majestad me honra permitiéndome atenderle. Tengo a mi esposa y a mis hijos viviendo en la casa que la corte me ha asignado. Nos visten y nos alimentan y, además, su majestad me premia de vez en cuando con algunas monedas para darnos algún capricho. ¿Cómo no voy a ser feliz?» El rey seguía sin explicarse el secreto del paje feliz, pues las razones que le había dado no le parecían suficientes para justificar su alegría. 

Así que llamó al más sabio de sus consejeros y, tras explicarle el asunto, le preguntó: «¿Por qué es ese hombre feliz?» El consejero miró al rey y le dijo: «Tu paje es feliz porque está fuera del círculo». «¿Y qué círculo es ese?», le espetó el rey. «El círculo del 99; entrará en él sin darse cuenta y se convertirá en una persona infeliz. Y una vez dentro, ya no podrá salir» respondió con solemnidad el consejero, y añadió ante la extrañeza del rey: «Te lo mostraré con hechos: esta noche dejaremos ante la puerta de tu paje una bolsa con noventa y nueve monedas de oro, ni una más ni una menos, y una nota que diga "Este tesoro es premio por ser un buen hombre. Disfrútalo y no le digas a nadie que lo has encontrado". Y después verás». 

Cuando el sirviente halló la bolsa, entró en su casa y vació el contenido: ¡una montaña de monedas de oro! Y todas para él. Con los ojos brillantes por el reflejo del oro, empezó a hacer pilas de diez monedas. Pero cuando formó la última vio que era de ¡¡¡nueve monedas!!! Buscó la moneda que faltaba desesperadamente por toda la casa. «¡Me han robado!» gritó. Buscó y buscó, pero nada. Sobre la mesa, como burlándose de él, una montañita resplandeciente le recordaba que había 99 monedas de oro, "sólo 99". Pensó: «99 monedas es mucho dinero. Pero claro, no es un número completo como 100». El rey y su consejero, que observaban a través de la ventana, vieron que la cara del paje ya no era la misma: su ceño estaba fruncido, los ojos se le habían vuelto pequeños y arrugados y la boca mostraba un horrible rictus. Ya no era feliz.

El sirviente escondió entonces las monedas entre la leña y empezó a hacer cálculos, hablando solo. ¿Cuánto tiempo tendría que ahorrar para comprar su moneda número cien? No le importaba trabajar duro, porque con 100 monedas sería rico y podría dejar de trabajar. Calculó que en once o doce años ahorraría lo suficiente, pero doce años era mucho tiempo. Entonces pensó en trabajar también por las noches y pedir a su esposa que buscara también un trabajo. Siete años. ¡Demasiado tiempo también! Comerían menos y vendería algunas ropas… Pero tampoco. Estaba desesperado, no sabía qué hacer para conseguir esa moneda que completaría las cien y le haría un hombre rico.
El rey y el sabio volvieron al palacio. El paje había entrado en el círculo del 99... Y ya nunca volvió a ser feliz. 

No pasó mucho tiempo antes de que el rey  lo despidiera. No era agradable tener un paje que estuviera siempre de mal humor.


El cuñado del Rey de España lo tenía todo para ser un hombre feliz. Prestigio como deportista, buen porte, una esposa enamorada y unos hijos maravillosos, un magnífico palacio asignado por la corte, un ducado, ropas, alimentos, viajes (todo gratis), un trabajo solidario y, además, la Corona le premiaba con su afecto y algunas monedas para darse un capricho de vez en cuando. ¿Cómo no iba a ser feliz? 

Pero, por alguna razón, Iñaki Urdangarín decidió que lo que tenía no era suficiente. Y quiso más. Mucho más. Y entró en el círculo del 99. Como el sirviente del cuento, hizo sus cálculos y decidió que para ser feliz tenía que conseguir su moneda de oro, como fuese. Y lo hizo. Pero luego decidió que cien no era suficiente, ni doscientas, ni mil, ni cien mil. Y utilizó todas sus habilidades e influencias para conseguir sus monedas. Su nombre, su firma, el nombre de su esposa, el poder de su título, las trampas legales, el miedo –o la ambición- de los políticos, la inocencia de los niños discapacitados. No se detenía ante nada. Ni siquiera disimulaba, porque se creía totalmente impune. Hasta que la justicia comenzó a cuestionar su impunidad, y el círculo empezó a cerrarse a su alrededor. Primero fue desterrado a Washington (un destierro de lujo, eso sí); pero no fue suficiente. La prensa lo denunció y los súbditos lo denostaron con justificada indignación. Entonces el rey lo repudió, el príncipe lo señaló, los políticos cómplices confesaron y hasta el Museo de Cera lo apartó de la Familia Real y lo relegó a su anterior empleo, vestido de chándal.

Hoy la justicia (en minúsculas) ha hablado. Y ha sido declarado culpable (aunque su ignorante esposa no). Pero la cosa ha quedado un poco a medias, porque todo apunta a que no va a pagar por su delito, ni por su comportamiento inmoral, su absoluta falta de ética como persona y su total irresponsabilidad como miembro de una institución, la Monarquía, a la que ha dañado profundamente. La codicia es mala, muy mala; peor si encima lo tienes todo. E infinitamente peor si esas monedas, además, se las estás robando a tus propios súbditos. Y no nos sobran, precisamente.


Sí, la justicia ha hablado. Y una vez más nos ha dejado de piedra. 

jueves, 16 de febrero de 2017

Lo que de verdad importa. Todos tenemos el don de hacer el bien



En el cine hay dos tipos de películas, las que simplemente entretienen y las que te obligan a reflexionar; y dentro de estas últimas están las que sólo te hacen reflexionar (serias, profundas, trascendentales) y las que además te entretienen (divertidas, emotivas, cercanas). Sin duda, Lo que de verdad importa es de estas últimas. Una película amable, que juega con el humor y las emociones con absoluta maestría (ya lo bordó Paco Arango en Maktub), y que logra lo que muy pocas películas del cine actual: llegar al corazón, sacudirlo con fuerza y darle un nuevo soplo, un nuevo aliento. Porque Lo que de verdad importa es de esas películas que no te dejan indiferente. Que te obligan a reflexionar, a plantearte cosas que tienes por ahí olvidadas (por ejemplo, ¿qué haces tú por los demás?), y que te dan un nuevo enfoque a temas tan serios como el amor, el perdón, la enfermedad o la muerte. La muerte de un niño, que es algo todavía más serio.


Tiene algo de mágica la película de Paco Arango, porque actúa dentro (muy dentro) de ti sin que apenas te des cuenta. Es cierto, sales del cine sintiéndote mejor persona, como con ganas de hacer el bien. Exactamente igual que en los congresos de valores de la Fundación Lo Que De Verdad Importa, con los que además del nombre comparte el espíritu y la intención: removerte por dentro. Y, como LQDVI, esta película es cien por cien contagiosa.

Es también una película necesaria. Cargada de valores positivos y universales. Alec es el típico crápula, egoísta, con una vida desastrosa (“una vergüenza para la familia”) que se ve obligado a huir a miles de kilómetros (bellísima la Nueva Escocia fotografiada por Aguirresarobe) para salvar su integridad física de unos mafiosos rusos. Allí comienzan a suceder extraños sucesos que intenta negar pero que son más grandes que él. Descubre que tiene el don familiar de curar a las personas (un curandero, el título original: The Healer), pero él prefiere rechazar esa responsabilidad. Demasiado incómoda. Hasta que entra en su vida una niña con cáncer terminal, Abigail, una auténtica luchadora que le muestra el verdadero poder del amor, de la entrega, del coraje, de la esperanza. De la fe. Incluso el poder terapéutico de la música y de la risa. Y le enseña que la vida se vive en cada aliento, en cada respiración (“No os olvidéis de disfrutar el respirar cada día”). Y, de paso, que la felicidad es algo que no vive en la mentira.


Y de eso va la película. De perdón, de redención, de segundas oportunidades, que es lo mismo que decir “esperanza”: la de los habitantes del pueblo, que ven en Alec al elegido; la del cura que ha perdido su fe; la de los padres de Abigail, sin esperanza ninguna; y la de Alec, que da un vuelco radical a su vida y a su obra. Él, que era quien menos fe tenía en sí mismo, el tipo encerrado en su egoísmo, agnóstico de todo y de todos, se va contagiando de sentimientos y emociones que daba por perdidos… pero que simplemente tenía olvidados. Ayuda mucho también la sonrisa, la ternura y la comprensión de Cecilia.

Al final, la verdadera lección de la película es que todos somos Alec. Que ninguno somos perfectos (más bien lo contrario); que todos merecemos una segunda oportunidad, o una tercera y las que hagan falta; que no hay que perder nunca la esperanza, y mucho menos la fe, y que la vida se vive en cada respiración; que tenemos que volver a valorar lo que de verdad importa, algo que a menudo tenemos olvidado, o enterrado; y, lo más importante, que todos —TODOS— tenemos el don de hacer el bien. Sólo tenemos que querer. Es mucho más fácil de lo que creemos.



La primera película 100% benéfica

Lo que de verdad importa es la primera película 100% benéfica. Destina su recaudación íntegra a becar a cientos de niños españoles con cáncer, para que puedan acudir a los campamentos SeriousFun Children’s Network, donde se olvidan del mundo y de su enfermedad durante unos días (una terapia tan necesaria como la quimio, según reconocen los propios médicos). Esta red fue fundada por el actor y gran altruista Paul Newman y con la que la Fundación Aladina (que preside Arango) colabora estrechamente.


Por terminar como se merece, esta maravillosa versión de Over The Rainbow, interpretada al ukelele por Israel Kamakawiwo'ole, forma parte del espíritu y de la banda sonora de la película. Y es perfecta para escuchar ahora mismo.










martes, 14 de febrero de 2017

Spencer, la costilla de Kate


Fue uno de los más grandes actores de todos los tiempos (el más grande, para muchos). Fue paradigma de la naturalidad, de la contención expresiva, de la honestidad ante las cámaras, de la sobriedad de gestos (nadie decía tanto con tan poco); dominó la comedia y el drama, estuvo soberbio en el western y tan creíble en la aventura como el que más; fue juez en Nuremberg y periodista cínico y viejo pescador y pescador intrépido y abogado de Darwin y víctima furiosa y cura forjador de hombres y político en retirada y padre de la novia y suegro interracial y Edison y Dr. Jekyll y Mr. Hyde y simplemente Adán de su costilla. Hablamos, claro, de Spencer Tracy. El gruñón entrañable, el borracho irlandés, el adúltero enamorado, el apasionado indomable, el americano medio que estuvo muy por encima de la media.



Fue muchas cosas y casi todas buenas. Pero, sobre todo, fue la costilla de Katharine Hepburn. En el cine, sí (formaron la pareja que científicamente tenía más química en la pantalla, según la Royal Society of Chemistry); pero por encima de todo, en la vida real. Ambos se conocieron en 1941, durante el rodaje de La Mujer del Año. “Me temo que soy un poco alta para usted, señor Tracy” dijo Kate, al ser presentados; “No se preocupe, señorita Hepburn –respondió él— La rebajaré hasta dejarla a mi altura”. Ella, una señorita culta, de la alta sociedad, liberal, deportista, independiente y rebelde. Él, descendiente de irlandeses, católico y convencional, terco, autoritario, alcohólico y mujeriego. A priori, no parecían la pareja perfecta, precisamente.
Y sin embargo, desde esa primera vez, trabajaron juntos en otras ocho películas, algunas tan memorables como La Costilla de Adán o El Estado de la Nación; y desde ese primer encuentro, vivieron una historia de amor de 26 años, lleno de trabas y de complicidad a un tiempo. Un amor no consumado, discreto y autocensurado (él estaba casado y sus convicciones católicas le impedían divorciarse), pero tan entregado, tan honesto, tan devoto y tan fiel que sólo pudo separarles la muerte.

Precisamente, fue en su última película juntos donde esas cotas de complicidad en el escenario y en la vida real alcanzan su máximo más absoluto (una cima que nadie ha alcanzado jamás en la pantalla). Adivina quién viene esta noche no es sólo una gran película, magníficamente dirigida por Stanley Kramer, con un guión perfecto (ganador del Oscar), con memorables actuaciones de todo el reparto (Sidney Poitier está inmenso) y que trata con inteligencia, humor y abundantes dosis de sentido común el problema de las relaciones interraciales en una época convulsa (“Sois dos seres maravillosos, que os habéis enamorado y que, en definitiva, sólo tenéis un simple problema de pigmentación”). Es, además, la última película de Spencer Tracy, su legado póstumo. Y, lo que es casi más importante, la última película que compartieron Tracy y Hepburn. Y ambos lo sabían (él estaba ya muy enfermo; precisamente los últimos 5 años Kate había abandonado el cine para dedicarse exclusivamente a cuidar a Spencer). Por eso, el mítico discurso final de Matt Drayton, su personaje, trasciende la película y se convierte en la declaración de amor más sinceramente conmovedora de la historia del cine, porque cada palabra estaba dedicada no a Christine Drayton, sino a Katharine Hepburn:


La señora Prentice dice que igual que su marido, sólo soy un trasto viejo y acabado que ya ni remotamente recuerdo lo que es querer a una mujer como su hijo quiere a mi hija… Por extraño que parezca, esa es la primera acusación de entre las que hoy se me han hecho que puedo rechazar de plano (leve mirada de Spencer a Kate, ella con los ojos brillantes). Porque está usted equivocada, equivocada a más no poder… Sé exactamente lo que él pueda sentir y no hay nada, absolutamente nada de lo que su hijo sienta por mi hija que yo no sintiera por Christine. Viejo sí; acabado, sin duda. Pero puedo asegurarle que mis recuerdos siguen vivos, claros, intactos, indestructibles. Y seguirán vivos aunque llegue a 110 años. Lo único que importa son sus sentimientos y hasta qué punto se quieren el uno al otro (Spencer hace una pausa; Kate, en segundo plano, profundamente emocionada). Aunque sea la mitad de lo que nosotros nos quisimos… es suficiente”.

Y en este instante, él se queda mirando fijamente a Katharine, que tiene los ojos llorosos fijos en los suyos, y le dedica una leve sonrisa y un guiño de infinita complicidad. Durante todo este lapso, que dura 10 larguísimos segundos, el tiempo se detiene y sólo existen ellos dos. No hay cámaras, ni actores, ni director, ni técnicos; no hay actuación. Esos 10 segundos de mirada profunda y cómplice resumen una historia de 26 años.

Dos semanas después de finalizar la película, Spencer Tracy se levantó de madrugada para prepararse un té caliente; Katharine oyó el golpe de la taza haciéndose añicos contra el suelo. Spencer había sufrido un ataque al corazón; murió en los brazos de Kate. Era el 10 de junio de 1967. En el funeral por el alma de Spencer Bonaventure Tracy, celebrado en la iglesia del Inmaculado Corazón de María, estuvo presente todo Hollywood para despedir a una de sus grandes estrellas y dar el pésame a sus hijos y a su viuda, Louise Treadball Tracy. Mientras, Katharine Hepburn, a solas con su dolor, permanecía encerrada en su casa, por respeto a la mujer legal de Spencer.
Ella ganó el Oscar por su actuación, que dedicó al amor de su vida: “Siento como si se lo hubiera robado a Spencer”. Aunque nunca se atrevió a ver la película, pues, según confesó, le traía recuerdos demasiado tristes, demasiado profundos, demasiado dolorosos. Había perdido mucho más que su costilla.



Pero Spencer Tracy no murió del todo. Aún le quedaba una última película, una interpretación magistral 32 años después de su muerte: Carl Fredricksen, el viejo gruñón y entrañable de ‘Up’, cuyo único deseo es cumplir la última voluntad de su mujer, de su amor, Ellie, llevando en globo su casa hasta el paraíso que ella había soñado. Un homenaje póstumo a la altura del mito.

Os dejo el monólogo final de Spencer Tracy en Adivina quién viene esta noche, sin duda una de las escenas más emotivas y románticas de la historia del cine. Y de la vida real. Siempre me saca una lágrima o dos...



domingo, 5 de febrero de 2017

La batalla -sin sangre- de Croke Park

Más allá del sobredimensionado fútbol hay otros deportes. Y más allá de las continuas lecciones de egolatría, deshonestidad, fanatismo y juego sucio que aporta el fútbol a la sociedad, hay otros deportes llamados minoritarios (que son todos menos el fútbol) que nos ofrecen permanentemente lecciones de todo lo contrario: humildad, respeto, deportividad, nobleza. El rugby es uno de ellos. Y ahora que comienza el torneo de las 6 Naciones, es el momento perfecto para recordar una de esas lecciones. 
Hace 10 años, el 24 de febrero de 2007, los irlandeses ofrecieron al mundo una ejemplar demostración de lo que es deporte y lo que es respeto a los símbolos de los demás, incluso de aquellos que mancharon ese mismo césped con sangre irlandesa 87 años atrás. Hablamos de rugby. Hablamos de historia.


Domingo 21 de noviembre de 1920. La GAA (Gaelic Athletic Association) presenta el gran desafío de la temporada de fútbol gaélico, que enfrenta a los equipos de Tipperary y Dublín. El encuentro está anunciado a las 2:45 p.m., en el magnífico estadio de Croke Park, el más grande del país, orgullo de Irlanda y guardián de sus deportes nacionales. No son buenos tiempos para la Bella Eirín, enzarzada en una guerra de independencia sangrienta contra Inglaterra, que ya dura demasiados años. Esa misma mañana, los hombres de Michael Collins (cabeza de la Hermandad Republicana Irlandesa) habían asesinado a 18 dirigentes del Servicio de Inteligencia Británica infiltrados en sus filas (conocidos como The Cairo Gang), algunos en presencia de sus familias. Un crimen múltiple que la administración británica no puede dejar impune. Alguien lanza una moneda al aire: cara, saqueo de Sackville Street (la calle principal de Dublín, hoy O’Connell St.); cruz, masacre en Croke Park. Sale cruz.
            Esa tarde, minutos antes del comienzo del partido, 10.000 espectadores deseosos de olvidar la guerra, siquiera durante un par de horas, abarrotan las gradas de Croke Park. Un avión sobrevuela el estadio y lanza una señal a las tropas de la División Auxiliar (fuerza paramilitar “secreta” del ejército británico), que entran en tromba y comienzan a disparar indiscriminadamente contra el público desde el césped y la entrada del estadio. Hombres, mujeres y niños corren despavoridos tratando de hallar refugio mientras el fuego de las ametralladoras va segando vidas con total impunidad. Como en una caseta de feria. El balance final, sesenta y cinco heridos y catorce asesinados (entre ellos varios niños y el capitán del equipo, Michel Hogan). A partir de ese domingo sangriento, el estadio Croke Park se convierte en un templo del nacionalismo irlandés y del deporte gaélico; durante 87 años, en su césped se prohíbe cualquier deporte que no sea hurling o fútbol gaélico y se veta toda presencia británica en sus gradas; Dublín no olvida al ‘Auld enemy’ (viejo enemigo). Hasta el 24 de febrero de 2007.

Ese año, el mítico Lansdowne Road (Bóthar Lansdún en irlandés), estadio de fútbol y rugby ubicado en el distrito dublinés de Ballsbridge, sufre una importante remodelación. Los encuentros del Torneo Seis Naciones, el más importante del mundo, deben jugarse en Croke Park. Incluido el que enfrentará a la selección irlandesa y la británica, que además es el primero. Se encienden todas las alarmas –convenientemente atizadas desde la prensa en las semanas previas-: muchos lo ven como una afrenta a Irlanda y a sus muertos. “Es inaceptable que suene el ‘God Save the Queen’ en este césped manchado de sangre”, piensan. “Es una ofensa que un solo inglés se siente en la Grada Hogan”. La tensión se respira en las calles de Dublín; en Lansdowne Road se puede incluso tocar. El país entero aguarda el día 24; Inglaterra aguanta la respiración. Nadie sabe lo que puede ocurrir cuando suene el himno inglés. Pero todos temen que ocurra ‘algo’.

Llega el día. Eddie O’Sullivan, seleccionador irlandés, arenga a sus hombres: “Hoy no juegan ustedes, juega un país, tres generaciones de irlandeses. Contra Francia se puede perder. ¡Ante Inglaterra y en Dublín nunca! Salgan y vuelvan como vencedores o no vuelvan. La historia les espera”. Los jugadores saltan al campo, firmes, expectantes. El público permanece en silencio mientras el presentador anuncia los himnos. Y entonces resuenan, por primera vez en la larga historia de Croke Park, las majestuosas notas de ‘God Save the Queen’, y miles de aficionados ingleses se unen a su equipo entonando -emocionados- “…long to reign over us, God save our Queen”. Ni un silbido, ni una voz, ni un mal gesto enturbia el solemne momento. La respuesta irlandesa llega unos segundos después: “Somos soldados que han jurado su vida a Irlanda / Hemos jurado ser libres. Nunca más la tierra de opresión refugiará al déspota o al esclavo...” el himno irlandés, (Amhrán na bhFiann, ‘Canción del soldado’) cantado por 83.000 corazones irlandeses -orgullosos, patriotas-, acompañando a sus ‘soldados’, que ahí abajo, en el verde campo de batalla –teñido de espeso rojo 87 años atrás- se abrazan unos a otros, entonando su himno con una intensidad y una emoción como no se ha visto nunca en estadio alguno. O’Driscoll, el capitán, abrazado a la bestia Hayes, que solloza como un niño; Stringer, O’Callahan, O’Connell, Flannery, O’Gara... todos al borde del llanto, junto a los 83.000 espectadores, junto a los millones de irlandeses que estarán también en pie, en sus casas, cantando su himno frente al televisor, con la mano sobre el corazón y los pulmones abiertos de par en par.


Y suena la arenga final, la puntilla patriótica, el “Ireland’s Calling”, himno de la selección de rugby que reza, premonitoriamente: “Llegó el día y llegó la hora / el momento del poder y de la gloria. / Hemos venido a responder / a la llamada de Irlanda”. La llamada de Irlanda, ese día, no pedía venganza; no pedía rencor al ‘viejo enemigo’; no pedía sangre por sangre. Pedía respeto, pedía rugby, pedía historia. Y eso es lo que la Selección Irlandesa, el ‘XV del Trébol’, le respondió: una histórica victoria por un aplastante, humillante, 43-13. Y una lección de deportividad y civismo –de ambos equipos, de ambas aficiones- que pasará a la historia de Croke Park y de Irlanda; tal vez en la página contigua a la de aquel domingo sangriento de 1920.