lunes, 18 de diciembre de 2017

Plata, plomo y perdón. La historia de redención del hijo de Pablo Escobar.



Estoy mano a mano con Juan Pablo Escobar, en la presentación del congreso de valores de la Fundación Lo Que De Verdad Importa. Ha terminado la rueda de prensa “oficial” y ambos charlamos sobre algunos de los temas que va a detallar el viernes en su ponencia. Básicamente, el hijo del narco que no quiso ser narco, pero que nunca dejó de ser hijo. Y cómo esa decisión marcó sus siguientes veinticuatro años de vida. Hablamos de muerte y de violencia y de dinero —mucho dinero— y de corrupción y de criminales y de gobiernos y de la DEA. Hablamos de perdón. Y hablamos de narco series, un peligro real, endémico, mortalmente viral en su país, donde la inmensa mayoría de los jóvenes ensalzan como héroes a los narcotraficantes, ven los crímenes como gestas y a Pablo Escobar lo perciben como una suerte de Robin Hood latino, liberador de los oprimidos y azote de gobiernos corruptos. «Recibo cientos de cartas, emails, fotografías de jóvenes que me cuentan cuánto admiran a mi padre; jóvenes cuya única ambición en la vida es seguir sus pasos, emular sus hazañas. Ya no quieren ser deportistas, artistas o destacados profesionales, sólo narcos o sicarios». 

Juan Pablo me muestra una foto en su móvil: una espalda ancha y poderosa completamente tatuada con un retrato de Pablo Escobar y escenas de la serie Narcos. Da miedo. Este es el gran peligro, me dice, la pura y triste realidad en muchos países del entorno. Esa irresponsable banalización/glorificación de la violencia narcoterrorista, una violencia que él conoce muy bien desde niño. Y sabe de lo que es capaz. Por eso, la misión que Juan Pablo se ha impuesto a sí mismo es combatir esa plaga con las mejores armas de que dispone: su vida y su mensaje de paz y reconciliación. Una batalla que dura ya veinticuatro años, veinticuatro temporadas, y cuyo último capítulo parece aún muy lejano.  





Pablo Escobar 2.0

La vida de Juan Pablo es un milagro. Nació con todas las papeletas para ser un capo de la droga en su país. El lógico relevo generacional de Pablo Escobar. Pero el hecho es que está en el extremo contrario del tablero, negando con todas sus fuerzas la vida de violencia y maldad que vivió su padre. Si lo quisiera, tendría las puertas de ese mundo del crimen abiertas de par en par. Pero Juan Pablo eligió el camino difícil, prefirió ir en contra de su historia, de su apellido, de su destino. Eligió dormir cada noche con la conciencia tranquila. Renegó de todo el poder, la fortuna y el éxito que la vida le había servido en bandeja de oro con brillantes. «Algunos consideran el de mi padre un caso de éxito. Yo no, desde luego. Era uno de los hombres más ricos del mundo pero vivió como uno de los más pobres. Tenía un inmenso poder, pero carecía de libertad.»

El mensaje que transmite Juan Pablo no es de violencia sino de paz, no es de odio y miedo sino de amor y reconciliación. Razones poderosas para no haberse convertido en el Pablo Escobar 2.0 que muchos estaban esperando y otros tantos estaban temiendo. Juan Pablo no quería ser Escobar. Ni siquiera quería ser Pablo. Así que cambió su nombre por Sebastián y su apellido por Marroquín. «Nos aferramos a los apellidos en lugar de a las personas». Pero no somos el nombre que utilizamos, prosigue Juan Pablo/Sebastián, somos nuestros actos, somos nuestras palabras. Y sus consecuencias. Aunque no todos lo entienden así: las líneas aéreas, por ejemplo, no le vendían billetes por ser quien era; le perseguían los enemigos de su padre, la justicia le vigilaba y la única opción para escapar de todo aquello fue cambiar su nombre.

Aquel cambio de identidad, sin embargo, no implicó renunciar a su parentesco ni al amor de su padre. Para él un amor irrenunciable, innegociable, que pese a todo no le ha impedido reconocer el dolor y la violencia que ese padre causó en su país.

Pablo Escobar nació en una familia pobre, como la mayoría de los colombianos. En aquella época las dos facciones políticas, liberales y conservadores, literalmente se batían a machetazos. Y en medio de esta lucha se encontraban miles de familias de campesinos como la de Pablo Escobar, que se vieron obligadas a abandonar sus tierras para huir de esa violencia. La familia Escobar se asentó en La Paz, un barrio humilde a las afueras de Medellín, y allí Pablo se transformó en un hombre ambicioso. A los veintitrés años prometió a sus amigos que si a los treinta no tenía un millón de dólares se mataría. Sus amigos le rieron la bravuconada, pero antes de cumplir los treinta Pablo había depositado en el banco una cifra muy superior.

Empezó el negocio viajando en un pequeño Renault 4 a Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia, para comprar la planta de coca que posteriormente era transformada en cocaína en sus pequeños laboratorios. Luego trasladaba la droga a Estados Unidos utilizando cualquier medio disponible, y contando con la inestimable ayuda de la corrupción en todos los pasos del proceso. «Si bien nuestros narcos son muy ricos, en realidad son los más pobres de toda la cadena de la droga. Existe una gran corrupción, no solo en la venta de la droga, también en la venta de armas para que los colombianos se maten unos a otros en esa lucha por el poder que propone la prohibición.», denuncia Juan Pablo.


Los cinco minutos de disfrute

Aquella infancia de carencias siempre estuvo presente en los recuerdos de Escobar. Enseñó a su hijo que debía agradecer todo lo que tenía, la ropa, los juguetes, la pasta de dientes… porque él nunca tuvo nada de eso. También se aseguraba de que Juan Pablo conociera los lugares más humildes de Colombia para que tuviera conciencia de la pobreza extrema en la que vivían muchos de sus compatriotas. «Paradójicamente, mi padre me inculcó que tenía que estudiar, que tenía que trabajar, que debía tener valores, muy a pesar de que él no los ponía en práctica fuera de casa. Yo crecí en un hogar en el que jamás faltó el amor. A pesar de la clandestinidad en la que vivía, él estaba muy pendiente de nosotros. Incluso había grabado casetes con su voz, contándonos cuentos para mi hermana y para mí».

En 1984, cuando Juan Pablo tenía siete años, su padre tomó una de las peores decisiones de su vida: mandar asesinar al ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla. Ello supuso el exilio de la familia en Panamá, que Juan Pablo recuerda como una vida de bandidos, siempre escondidos. «Mi padre tenía tantas órdenes de captura que no podía permanecer mucho tiempo en las fiestas y celebraciones. Pero la realidad es que nunca nos despegamos de ese amor hacia el padre, hacia la familia, y lo cierto es que ese amor también nos ha ayudado a sobrevivir  y a ser las personas que somos hoy.» Fue una época difícil. Tenían muchos coches, casas, fincas, un zoo, todo lo que podían soñar, pero era imposible disfrutar nada de aquello. Es lo que Juan Pablo llama “los cinco minutos de disfrute”, que las narco series han tomado como referencia «y los han transformado en ochenta capítulos de gran vida que mi padre nunca disfrutó.» La Hacienda Nápoles era el mayor símbolo de ostentación, de poder y de riqueza de Escobar: tres mil hectáreas, veintisiete lagos artificiales, aeropuerto, helipuertos, diez casas, más de cien vehículos, helicópteros, aviones. Hoy es una ruina, como todas las demás fastuosas propiedades de Pablo Escobar. «¿Para qué una mansión, si no hay nadie que nos esté esperando? ¿Para qué toda esa riqueza si por su causa perdimos toda la libertad?»

Y, en paralelo a la ostentación absurda y sin límite, el lado solidario del narco. Creó el programa “Medellín sin tugurios” para ayudar a miles de familias pobres. Recaudó fondos y donó grandes sumas de dinero para reconstruir todo un barrio destruido por el fuego, que fue rebautizado con el nombre de Pablo Escobar. «Pero no nos debemos confundir, porque esto no hace a mi padre un buen hombre, ni alguien digno de imitar. El dinero que utilizó para ayudar a todas estas personas llevaba detrás muchísima sangre, muchísimo dolor y muchísima violencia. Aquellos actos no le convertían en Robin Hood.»


En 1988, Pablo Escobar y el cártel de Cali estaban envueltos en una guerra sin reglas, sin piedad, sin límites. La noche del 13 de enero, el piso en el que dormían Juan Pablo, su madre y su hermana pequeña voló por los aires. Milagrosamente los tres salieron ilesos, pero aquella fecha marcó el inicio de la era narcoterrorista. «Los pocos valores que a mi padre le quedaban este atentado terminó por arrancárselos definitivamente». Ordenó la explosión de más de doscientas bombas por todo el país, contra objetivos del cártel de Cali, pero también de manera indiscriminada en calles y lugares públicos. «Miles de veces mi madre y yo le pedimos que parara el terrorismo, que la solución no era más violencia. Que el hecho de que me hayan puesto a mí una bomba no me da autoridad para salir a ponerle bombas a nadie». Pero su padre nunca fue de escuchar opiniones contrarias, y se amparaba en el atentado a su familia para justificar sus actos.

Pusieron precio a su cabeza, veinte millones de dólares. Y a la cabeza de Juan Pablo, cuatro millones. Se vieron obligados a vivir escondidos, agazapados. Aterrorizados. Tenían millones de dólares en efectivo en la casa, pero todo ese dinero no les servía para ir a la tienda de la esquina y comprarse un trozo de pan, cuando en realidad podían haberse comprado toda la comida de la ciudad. Habían perdido su libertad. «¿Y para qué? Siempre me pregunte cuál era el sentido de todo aquello, si lo único que traían esos millones era dolor, desolación y problemas».



Entre el papá y el bandido

«Yo conocí a estas dos personas. Fue uno de los bandidos más duros pero también fue un papá muy tierno, fue siempre cariñoso conmigo y me dio buenos consejos». Es la gran contradicción que definió al hombre que generó tanto daño, que engendró tanta maldad, y que fue también capaz de dar tanto amor a su familia; el terrorista, el secuestrador, el asesino, el narcotraficante… y el padre, el esposo. Cuando Juan Pablo tenía apenas siete años, tras el asesinato del ministro de Justicia, su padre le confesó: «Hijo, yo soy un bandido y eso es a lo que me dedico», y desde entonces no tuvo problema en ver las noticias con su hijo y señalarle aquellos crímenes en los que él sí había participado o tuvo alguna responsabilidad. Prefería confesarle sus crímenes a que se enterara por la prensa, que muchas veces estaba plagada de mentiras y exageraciones.

«Yo me crie con los peores bandidos de Colombia; con ellos crecí y con ellos compartí la vida hasta los dieciséis años. Y un día les pregunté qué era lo que mejor habían aprendido de Pablo Escobar y la respuesta fue: “Lo mejor que le hemos aprendido al patrón es lo buen papá que es contigo”. Y esto tiene mucho que ver con el amor a la familia, y cómo ese amor puede transformarnos para bien en un momento en el que todo podría parecer que nos vamos a salir del camino». La gran diferencia entre la familia Escobar y las familias de los demás bandidos tiene que ver con la presencia o la ausencia de amor. Aquellos hombres estuvieron desde niños vinculados de alguna manera con la violencia, que veían y experimentaban a diario en sus familias. Un caldo de cultivo ideal para un patrón que les ofrecía armas y dinero, impunidad y poder.


Otra de las aparentes contradicciones del Escobar padre y el Escobar bandido fue el consumo de droga. Pablo fumaba marihuana, pero nunca delante de su hijo o de su esposa. Por puro respeto. Y porque su labor era inculcar a su hijo los valores de los que él carecía. “Hijo, valiente es aquel que NO la consume”, le decía el hombre responsable del ochenta por ciento del mercado de las drogas en aquellos años. Le explicó los efectos de la marihuana, de la cocaína, del LSD, y le insistía: “Un día tus amigos te van a invitar a que la consumas y te van a decir no seas cobarde porque no te atreves a probar… Pero recuerda, el auténtico valiente es el que no la prueba, es el que no la consume.” Juan Pablo, sin duda, era el niño más expuesto de Colombia a las drogas; todos sus guardaespaldas consumían, y sus amigos también. «Es ahí donde yo defiendo el auténtico valor y el poder de la educación; el arma más poderosa para enfrentarse a las drogas no son las ametralladoras ni los helicópteros, es la educación.»


El perdón es una herramienta de liberación

En el documental “Pecados de mi padre” tienen especial protagonismo los hijos de Luis Carlos Galán y Rodrigo Lara Bonilla, los políticos asesinados por sicarios de Escobar porque no se doblegaron ante las amenazas y no se corrompieron ante el dinero (“plata o plomo”). Juan Pablo quiso acercarse a ellos para pedirles su perdón. Pero ¿cómo te acercas a una víctima de tu padre? ¿Qué le dices, cuando el simple hecho de desearle buenos días puede considerarlo una ofensa? En ello lleva Juan Pablo muchos años y, afortunadamente, hasta ahora no ha tenido ningún rechazo, ni un reproche. Quizá tenga que ver con el proceso de paz que está viviendo Colombia, con el hartazgo frente a esa violencia de décadas y decenas de miles de muertes. Justamente, afirma Juan Pablo, son las víctimas de la violencia, las que más dolor han sufrido en esta guerra, quienes están más abiertas y predispuestas al perdón y a la reconciliación; a menudo mucho más que las personas que no han sufrido esa violencia, pero están llenas de odio y rencor. Pero la paz en Colombia nunca se logrará sin manos tendidas, sin brazos abiertos, sin corazones predispuestos. Como los de los hijos de Galán y Lara Bonilla, que acogieron al hijo del asesino de sus padres con las manos tendidas, los brazos abiertos y el corazón plenamente predispuesto al perdón y a la reconciliación.

A ellos Juan Pablo escribió una carta desde su propio corazón, que fue el principio de una relación que hoy perdura: «Diariamente me despierto en busca de la paz porque lo que aprendí de esta historia es que no creo que la violencia sea el camino o la excusa para nadie. Ninguno de nosotros pudo elegir a su padre, ni a su familia ni su apellido, simplemente nacimos y nos adaptamos a las circunstancias, al medio que nos rodeaba. Nuestro absoluto silencio en quince años de exilio no es más que un reflejo innato de prudencia y respeto por el país, pero el silencio absoluto nos mata a todos lentamente. Afectuosamente, Sebastián Marroquín». El encuentro se produjo en 2008. Fue un gesto valiente y noble por ambas partes. Y la constatación de que perdonar es posible.



En esa asignatura tuvo Juan Pablo la mejor maestra. «Mi madre fue mi gran maestra del perdón. Ella me enseñó que es posible perdonar, que es posible pedir perdón, que es posible sentir compasión por los demás y que se pueden sacar cosas muy positivas de todo ello». El perdón es una herramienta de liberación. «Mi madre tuvo un papel muy importante en la toma de conciencia de esas realidades, como familia y como país. La recuerdo pidiendo a mi padre que cesara la violencia, que encontrara una salida pacífica; y yo me sumé a esa voz de mi madre, que estaba sola». Eso es lo que salvó al resto de la familia, tras la muerte del patrón, el 2 de diciembre de 1993. «A  mi madre, en una reunión con cincuenta jefes mafiosos, se le dijo: “No se preocupe señora, a usted no le va a pasar nada, porque usted siempre le pidió paz a su marido y por eso está aquí, para hacer la paz con nosotros; pero a su hijo si se lo vamos a matar”. Mi madre dejó como garantía su vida ante todos esos jefes mafiosos porque yo me comportaría a la altura de las circunstancias. Y se tomaron muy en serio la oferta y por eso me dejaron vivir». Les condenaron a ser pobres, pero con la posibilidad de reinventarse. Una oportunidad que, desde luego, Juan Pablo no desaprovechó. Existen muy pocos narcos jubilados, para ellos solo hay dos caminos: la cárcel o la muerte. Juan Pablo siempre prefirió el camino del esfuerzo, el camino de la educación, de los estudios (es arquitecto), que paradójicamente es el que su padre le inculcó. Y es el que él intenta inculcar a miles de jóvenes a través de sus libros, sus conferencias y su testimonio de vida.


Una historia para no repetir

“A mi hijo Juan Emilio y a la humanidad, ante quienes me comprometo a permanecer como hombre de paz, para no dejarles un legado como el que heredé de mi padre… para que su historia no se vuelva a repetir”


Es la inequívoca dedicatoria de su segundo libro, Pablo Escobar. Lo que mi padre nunca me contó. Un deseo que él cree posible, y que la realidad aún se empeña en negarle. Pero hay un atisbo de esperanza. «Hace cincuenta años que vivimos en una guerra fratricida y nuestro peor enemigo somos nosotros mismos, los colombianos. Pero estamos aprendiendo a ejercitarnos en el camino de la paz, que es un camino completamente desconocido para nosotros. Hay que perseguir la paz por imperfecta que sea, por cara que parezca.» Su único deseo es no dejar a su hijo el mismo legado de violencia y prejuicios que a él le tocó. Amenazado por el Cali, por el gobierno, por EEUU; rechazado por los bancos, que no le permitían disponer de cuenta corriente por su apellido… «Fue muy duro superar aquello, reconstruir mi vida y tener una vida ‘normal’. Me tocó vivir rodeado por tanta violencia —un día cayó una granada a sus pies, en el coche; y si no hubiera estado la ventana abierta habrían volado por los aires—, pero la mayor violencia que ha quedado es la del prejuicio, la del rechazo, la de la etiqueta: si eres el hijo de Pablo Escobar entonces eres peor que él, o eres más bandido que él. Y esa es mi batalla, a pesar de que llevo toda mi vida luchando por lo contrario, la paz y no la guerra». Hoy vive exiliado en Buenos Aires. Le tocó pagar por los crímenes de su padre, una responsabilidad que no le correspondía.

Por eso, precisamente, quiere dejar a su hijo con el suficiente amor hacia su abuelo, pero también dejarle muy claro quién fue Pablo Escobar, para que cuando le llegue la hora de elegir tenga la capacidad suficiente para escoger un camino diferente al de Pablo Escobar. «Mi gran reto es enseñarle a querer al abuelo pero no al mafioso. Que sea un gran conocedor de la historia de mi padre, de lo bueno y de lo malo, para que nunca llegue a repetirla.»

Hay quienes están orgullosos de que Juan Pablo no sea narco y hay quienes le quieren matar por no ser narco. Es la realidad de su vida desde hace dos décadas. Pero nadie muere en la víspera. O, como dicen en México, “Si te toca, ni aunque te quites”. Así que Juan Pablo vive el presente como única realidad. «Yo vivo un día a la vez, mañana me preocupo por mañana. Pero duermo como un bebé todas las noches». Lo cierto es que agradece infinitamente a los enemigos de su padre que le dejaran con los bolsillos vacíos y la necesidad absoluta de ganarse la vida legalmente. Hoy es inmensamente rico porque puede mirar a su hijo a los ojos, puede jugar con él y contarle historias. «Estoy vivo, soy libre y sigo rodeado de una familia amorosa que permanece unida en los momentos de alegría o de adversidad. Esa es mi fortuna».


Pero aún le queda una dolorosa espina clavada en lo más hondo. Y es el mensaje equivocado que aún perciben muchos jóvenes en su país y en los países de su entorno. Y la moda de las narco series no ayuda, precisamente. Su testimonio se dirige a todos ellos, y a la sociedad en pleno: «Pensemos qué hemos aprendido de estas historias para no repetirlas; y los jóvenes, que piensen hasta tres veces antes de querer convertirse en narcotraficantes. Y que aprendan a diferenciar la realidad de la pantalla. Creo que es necesario contar la historia real, no tergiversada; la verdadera sabiduría que debería quedarnos como sociedad después de haber transitado por una violencia como esta.» Que tanto dolor sirva para algo más que para ganar audiencia.


La reivindicación de Don Winslow

Lo expresa magníficamente Don Winslow, el novelista que mejor conoce —y retrata— el mundo del narcotráfico mexicano, en la voz del protagonista de El cártel, el periodista Pablo Mora: «México, la tierra de las pirámides y los palacios, de los desiertos y las junglas, de las montañas y las playas, de las extensas plazas y los patios escondidos, ahora es conocido como la tierra de las matanzas. ¿Y para qué? Para que los estadounidenses puedan colocarse. Justo al otro lado del puente [de Juárez] se encuentra el gigantesco mercado, la insaciable máquina de consumo que trae la violencia hasta aquí. Los estadounidenses fuman la hierba, esnifan la coca, se inyectan la heroína y toman el cristal, y luego tienen el valor de señalar al sur y hablar del “problema de la droga en México” y de la corrupción mexicana. El problema de la droga no es mexicano, sino estadounidense. En cuanto a la corrupción, ¿quién es más corrupto? ¿El vendedor o el comprador? ¿Y hasta dónde llega la corrupción de una sociedad cuando sus ciudadanos necesitan colocarse para evadirse de la realidad a costa del derramamiento de sangre y el sufrimiento de sus vecinos. Corrupta hasta la médula.» Y quien dice Estados Unidos dice Europa.


Sí, la vida de Juan Pablo Escobar no ha sido fácil. Como tampoco lo es el tema del narcotráfico. Pero si algo ha aprendido, viviendo tantos años bajo el peso de su apellido, de su historia, es lo que de verdad importa en la vida. «Lo que de verdad importa es todo: desde el más pequeño hasta el más grande detalle. Importa el respeto, importa la libertad, importa la vida, importa el compromiso que tengamos, importa también el perdón y la reconciliación, para que, como sociedad, podamos darnos una segunda oportunidad». 
Así sea.   


NOTA: Este artículo lo escribí originalmente para la revista Milenio.


lunes, 3 de julio de 2017

Jaime Caballero. Hazañas sobrehumanas por la ELA



Jaime Caballero ya sabe cuál será su próximo desafío: los 90 kilómetros que separan Marbella y Sotogrande (en dos trayectos), que intentará la primera semana de agosto. Como siempre, quiere que sea algo grande, impactante, que genere repercusión y notoriedad. Como siempre, no sabe si logrará terminarlo con éxito. Aunque eso no importa. “Cada uno debe considerarse admirable no por el reto conseguido, sino por el solo hecho de haberlo intentado”. Sobre todo, cuando la causa es tan admirable como la suya. Y cuando se tiene un corazón del tamaño de un océano.

Jaime es nadador de ultra larga distancia en aguas abiertas. Eso significa que está hecho de una pasta especial, física y psicológicamente. Eso significa que tiene una capacidad de aguante —del dolor, del miedo, del agotamiento, del agobio, del frío extremo— que va mucho más allá que la de cualquier ser humano normal. Su hazaña más extrema, que ha dado la vuelta al mundo, ha sido cruzar el Canal de la Mancha… ida y vuelta. Sin parar. Sin protección. (“Una salvajada que sólo han logrado 17 nadadores en la historia.  Es el Everest de la natación”). Un trayecto de 100 kilómetros de agua gélida, corrientes traicioneras, lacerantes olas y veneno de medusas que Jaime estuvo a punto de abandonar en varias ocasiones durante la segunda mitad del reto, pero que finalmente completó, en estado casi inconsciente (“las últimas 8 horas no recuerdo nada, iba con el piloto automático”). La razón, su razón, los enfermos de ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica), “la enfermedad más cruel que existe”. Ellos son los que empujan a Jaime en los momentos de flaqueza, ellos son los que le dan fuerza para seguir adelante, ellos son los que le dan motivo para luchar, una causa a la que Jaime dedica, desde hace años, cada pensamiento y cada minuto de su tiempo libre.



No siempre fue así. Jaime nadaba ya de pequeño, incluso protagonizó alguna que otra hazaña con 14 años. Pero luego tuvo un prolongado standby de diez años provocado a partes iguales por la indolente adolescencia y los malos hábitos (juergas, droga, alcohol). Fueron años peligrosos, nadando en el filo de la navaja, que casi le cuestan la vida; afortunadamente el precio final fue sólo el ojo derecho. Pero ni eso cambió su forma de ver la vida. “Cuando estaba en el hospital, tras el accidente, lo único que pensaba era en recuperarme para seguir de farra”. Fue la familia (¿quién, si no?) la que finalmente impuso el sentido común, a base de altas dosis de amor y comprensión, y tras pasar por Proyecto Hombre (“a los que estaré eternamente agradecido, y con los que colaboro siempre que puedo”), Jaime salió limpio y lleno de vida.

Volvió a la vida, y volvió al mar (“Es básico tener aficiones, practicar algún deporte; eso te da ilusiones, motivación, objetivos, a cualquier nivel”). Comenzó a nadar de nuevo, no como profesional, pero sí realizando retos cada vez mayores, más importantes, y más duros. En 2005 atravesó el Estrecho de Gibraltar en 2 horas 58 minutos, su primera travesía reseñable. Tras un intento fallido el año siguiente, en 2007 decidió el desafío de referencia en aguas abiertas, el Canal de la Mancha; allí conoció la verdadera fuerza de las corrientes y descubrió en carne propia lo que es el frío en el agua. En 2008 el reto impuesto fue atravesar el Estrecho ida y vuelta, algo que a priori parecía sencillo pero que las fuertes corrientes complicaron hasta el punto de pensar seriamente en el abandono. No solo no abandonó sino que además logró registrar un record mundial.

Pero la travesía que marcó un antes y un después en la vida de Jaime, un giro radical a nivel profesional y, sobre todo, a nivel personal, fue la que llevó a cabo el 10 de junio de 2009: Bilbao-San Sebastián (su tierra). Su travesía más larga y dura hasta el momento, sí (perdió 8 kilos en 27 horas). Pero lo realmente importante es que fue su primera travesía con causa. En 2008, su querido tío José Mari Echeverría falleció de ELA, en apenas 6 meses de dolorosísima enfermedad. Jaime se vio profundamente afectado y decidió que, a partir de ese momento, todas sus fuerzas, todos sus retos, todos sus pensamientos los dedicaría a quienes sufren esa cruel enfermedad que le robó a su tío. La travesía Bilbao-San Sebastián duró 27 horas, que, según reconoce el propio Jaime “logré terminar acordándome de mi tío en los momentos de flaqueza”.


Hubo otros logros espectaculares: el Lago Ness, Manhattan, Santa Catalina, la Triple Corona, el Lago Leman (el más largo de Europa)… Pero lo importante es que Jaime se involucró de lleno en la tragedia del ELA; conoció a personas afectadas, incluso amigos cercanos que habían perdido a seres queridos por su causa. Decidió hacer algo más por estos enfermos, ayudarles a mitigar de alguna forma su dolor, animarles, dignificarlos, darles voz y presencia en la sociedad. Junto a un grupo de amigos fundó la Asociación Siempre AdELAnte y, desde entonces, sus travesías se transformaron en instrumento “para ayudar a quienes sufren la enfermedad más cruel del mundo”. Jaime nada por y para ellos. Porque ellos no pueden. Sus retos tienen ahora una causa mayor: “servir de micrófono a los afectados y conseguir recursos para investigación y cuidados paliativos”, a lo que se destinan el 100% de  los ingresos que se obtienen en cada travesía (principalmente donaciones particulares). Aparte lo económico, el objetivo es doble: animar e ilusionar a los afectados; y concienciar a la sociedad.

Jaime tiene clara cuál es su misión: “Mi verdadera fortuna ha sido emprender esta andadura con la Asociación Siempre Adelante y desde el primer momento he conocido a algunos afectados por ELA y familiares que han ido reforzando este compromiso y ganas de hacer más y más cosas por ellos”. Ellos son su motor y su motivación, y su fuerza en los momentos de flaqueza: “Jaime, lo que te está pasando (frío, cansancio, agobio psicológico por pensar que no avanzas lo suficiente...) es algo pasajero, lo que no es pasajero es tener ELA. Así que, ¡ sigueeee y hazlo por ellos!”. Él lo dice siempre: recibo mucho más de lo que doy.

Levantarse a las 6 de la mañana para entrenar cada día entre 2 y 3 horas antes o después del trabajo y fines de semana en mar abierto (verano o invierno) es duro, piensa Jaime. Nadar durante 24 horas seguidas en aguas gélidas sufriendo picaduras de medusa por todo el cuerpo es más duro aún. Pero permanecer completamente inmovilizado durante años, soportando dolor, impotencia, desesperanza, depresión e incluso sentimiento de culpa (la familia también se lleva su parte), no es comparable a ningún sufrimiento pasajero. “Por muy mal que lo haya pasado, a mí se me va en dos días; pero lo suyo es todos los días, para toda la vida”. La enfermedad más cruel del mundo. Y para Jaime, la causa más importante del mundo.

*Esta historia está incluida en mi libro "La muerte del egoísmo". Lo puedes conseguir aquí.



martes, 23 de mayo de 2017

Lo que tenemos que aprender del dolor



Uno, a veces (cada vez más a menudo, me temo), llega jodido a casa. No fastidiado, no enfadado, no apesadumbrado. Jodido. Tal cual. Se le van juntando cosas, problemillas, tonterías, desilusiones, frustraciones, hartazgos varios, preguntas sin respuesta (tipo ¿qué estoy haciendo con mi vida? y por el estilo). Son cuestiones más o menos pequeñas, más o menos graves; colinas, no cordilleras. Lo malo es que las malditas colinas no están colocadas una detrás de otra —eso sería estupendo, asequible—. No, lo malo es que se acumulan una sobre otra. Las muy puñeteras. Y forman una gigantesca cordillera ab-so-lu-ta-men-te insalvable. O eso piensas. Y cuando crees que has encontrado una salida, un camino, un recodo, un desvío que te salve de toda esa tormenta mental y anímica, ¡zas!, se baja la barrera, se cierran las compuertas, y tú te quedas ahí, paralizado, atontado, preguntándote qué narices ha pasado esta vez. Y por qué ha tenido que pasar otra vez. Y sigues tu camino de frustraciones y preguntas sin respuesta, hacia ninguna parte. Con la mirada fija en el suelo. Total, para ver la insalvable cordillera, mejor ni levantar la vista.

Y entonces vas a la presentación de un libro. No un libro cualquiera. Lo que aprendí del dolor, se titula. Y tampoco lo ha escrito un tipo cualquiera. Lo ha escrito, y lo ha vivido, un tipo —Jacobo Parages— que desde hace más de 20 años conoce muy bien el dolor. El real. El auténtico. El doloroso. Un dolor con nombre y apellido —espondilitis anquilosante; acojona ¿eh?— que se te mete en todas y cada una de las articulaciones del cuerpo y las ‘anquilosa’. Una enfermedad que te afecta a lo más básico de tu día a día, que convierte el gesto más sencillo en una hazaña, que te obliga a prepararte mentalmente ante el simple hecho de salir de la cama o atarte los zapatos. No digamos recorrer medio mundo con una mochila al hombro —cargada de antiinflamatorios— durante 15 meses; o lanzarte a una piscina y entrenar durante dos horas y media cada día para luego atravesar el Estrecho de Gibraltar por los niños con síndrome de Down; o nadar los 40 kilómetros que separan Mallorca y Menorca a favor de la lucha contra el cáncer infantil. En contra de la opinión de los médicos, que le pronosticaron una vida resignada y pasiva, Jacobo decidió que a él lo que le iba era la actividad, el deporte, la vida plena. Y esa decisión le salvó. “¿Dónde mueren los sueños? En un lugar llamado miedo”, nos recuerda. O en una cordillera llamada “excusas”.


Es lo que él aprendió del dolor. “Ahora la enfermedad es mi amiga”, dice. Y no sé si amiga-amiga, pero sí compañera inseparable en cada minuto, bueno o malo, de su vida; y la gran impulsora de todos y cada uno de sus retos, los del día a día también. Y de eso nos habló ayer Jacobo (muy bien flanqueado por la periodista Teresa Olazábal y el grande Fernando Romay). De superarse, de afrontar desafíos, de quitarse los miedos y las excusas de un manotazo. Y de algo más importante aún: de ilusionarse. Sin ilusión no hacemos nada, no somos nada. Con ilusión somos capaces de enfrentarnos a cualquier gigante, sea océano, cordillera, enfermedad o frustración. Nada es insalvable. Nada es imposible.  

No sé cuál será el próximo reto de Jacobo, pero sí sé que será también duro, y gratificante. Y tendrá también la mejor de las causas, lo mismo que su libro: proporcionar un poco de esperanza, de ilusión, de fe en sí mismos a todos aquellos que creen que no pueden sino resignarse a una vida de dolor e impotencia. Y, de paso, a todos los que somos expertos en levantar cordilleras con granitos de arena.  


Gracias de corazón, amigo. Por todo. 


viernes, 12 de mayo de 2017

Los dos motores de la vida: el miedo y las ganas

Por una vez, este blog publica un artículo que no es mío. La ocasión lo merece. Lo ha escrito mi gran amigo y socio en Lo Que De Verdad Importa, Daniel Losada. Un tipo valiente, viajero con causas y siempre entregado a los demás. Y un magnífico retratista de almas. 



Esta foto lo resume todo. Fue en 2009, en Varanasi. Me dejaron una cámara para mi viaje a India. Me enamoré de esta foto, y de hacer fotos. En ella están las dos actitudes posibles, el que se tira y el que le observa. Mientras uno se divertía y volvía a saltar una y otra vez desnudo, el otro le miraba y le animaba. Se moría por desnudarse y saltar, pero no lo hizo.

Pues bien, volví a Madrid y a sus atascos, benditos atascos. Resultan ser la mejor cantera para las grandes decisiones. Una buena ventana para escucharse especular con otras realidades posibles. Así, a golpe de M-30, se precipitó la prisa por pensar alternativas. ¿En qué me gustaría invertir mi tiempo? Me gustan los viajes y me gustan las fotos... pero de eso no se vive. O sí, cuando quemas las naves, y no tienes otra. 

Así que me desnudé y salté.

Ahora vivo de organizar viajes a medida, y de la fotografía, ya sea editorial, empresarial o particular. Y al mismo tiempo, con mi amigo Pablo del Palacio desarrollo desde 2010 el proyecto de mi vida,  trip-drop.com. Lo otro me da de comer, éste me da de vivir.
En trip-drop publicamos necesidades no monetarias de colectivos (colegios, orfanatos, tribus, hospitales…) en todo el mundo, para que los viajeros que lo deseen las cubran a su paso. La ayuda llega íntegra, se da en mano, y se conocen. La semana pasada, mientras una pareja de Madrid compraba in situ 20 cabras para las viudas masaai en Tanzania, tres italianos entregaban otros tantos paraguas en un orfanato birmano, y amigos de Madrid llevaron siete portátiles a Kibera (slum de Nairobi), donde ya tienen computer room.

He aprendido muchas cosas en estos años. Mucho de otras personas, y mucho sobre mí. Cuando te dedicas a lo que te gusta, simplemente lo haces bien. Porque pones más atención, piensas más, investigas, porque te exiges gratis. Y cuando lo haces bien, las oportunidades para demostrarlo se acaban dando.

Claro que hay peajes. La nómina desaparece, y el móvil, y el coche de empresa, y el seguro... Se avecinan tiempos inciertos, pocos lujos, y cierta soledad. El único activo son tus ganas, y sin embargo es grato. Un poco como el saltarín de la foto.
Es por la diferencia de réditos entre el esfuerzo (cuando es tu causa) y el sacrificio (cuando no lo es). Antes me sacrificaba por un fin ajeno a mí. Ahora me esfuerzo por el fin que he elegido. Son dos motores muy distintos. Uno lo mueve el miedo, y otro las ganas. Uno es reactivo y otro proactivo.  

Tener éxito es otra historia. Diría que radica en disfrutar mientras tratas de tener éxito. Entonces estarás triunfando cada día. De algún modo crecemos asumiendo que tenemos que sacrificarnos para triunfar, y ese es sólo el camino de lo malo conocido. Otra cosa es dónde te lleva: en muchos casos a una vía muerta que decoras como puedes. 
Pero igual el camino más incierto resulta ser el más certero; cambiando el sacrificio por el esfuerzo, esa vía está viva y se decora sola. 

Además, el mundo necesita gente que ame lo que hace.


Daniel Losada Casanova

miércoles, 26 de abril de 2017

Connery, Sean Connery: Nunca digas nunca jamás

Cuando Sir Thomas Sean Connery interpretó por sexta vez al agente James Bond en Diamantes para la Eternidad, 1971, decidió que estaba harto del personaje y que no volvería a interpretarlo “nunca jamás”. Su esposa le replicó: “Nunca digas nunca jamás”. Y, en efecto, doce años después Connery volvió a ser Bond. El título de la película, claro, Nunca Digas Nunca Jamás. Hoy, aprovechando el 40 aniversario de su primer Bond, James Bond, es un momento inmejorable para recordar, siquiera brevemente, a Connery Sean Connery. El Actor con mayúsculas.

El pasado verano, coincidiendo con su 80 cumpleaños, Sean Connery confirmó que abandonaba definitivamente la interpretación. Aunque ya lo había hecho de facto en 2003, año en que protagonizó su última película… hasta la fecha. Por si acaso, esta vez no ha dicho “nunca jamás”. Lo que aún nos da esperanzas, a los que amamos el buen cine y a los grandes actores, de que este grande entre los grandes vuelva a la pantalla.

    Porque Sean Connery es, sobre todo, un magnífico actor. Antes fue muchas cosas: repartidor de leche, soldado de la Marina, camionero, peón de granja, modelo artístico, salvavidas, tercer clasificado en el concurso de Mr. Universo… e incluso muerto y resucitado (tras una enfermedad, agencias de noticias japonesas y sudafricanas llegaron a dar parte de su muerte). Ha sido también el hombre más sexy del mundo y es fanático del golf, hincha del Celtic de Glasgow, de Marbella y, a pesar de sus muy ingleses personajes y haber sido nombrado caballero por la mismísima reina Isabel, es militante activo del Partido Nacionalista Escocés (por si las dudas, ya en la Marina se tatuó en un brazo Scotland Forever; en el otro, Mum and Dad).

 

Ha tenido sus amoríos, claro (“Qué pacífica sería la vida sin amor Adso. Qué segura. Qué tranquila. Y qué insulsa.” confiesa a su pupilo en El Nombre de la Rosa), pero lleva casado con su fiel Micheline Roquebrune 35 años; anteriormente lo estuvo con la actriz Diane Cilento, de 1962 a 1973. Fue precisamente ese año, 1962, su primera interpretación del agente secreto británico con licencia para matar (007 contra el Dr. No) y su pistoletazo de salida para la gloria. Luego llegaron otras seis. Pero Connery siempre trató de ser más que Bond, y durante esos años realizó grandes interpretaciones en películas como Marnie la ladrona (con el mismísimo Hitchcock), The Hill (dirigida por Sidney Lumet) u Odio en las entrañas (de Martin Ritt).

 

Coincidiendo con su segundo matrimonio, en 1975, realizó el que para muchos (el que suscribe entre ellos) es el mejor papel de su carrera: El hombre que pudo reinar, de John Huston, formando pareja con un Michael Caine en estado de gracia. Una película legendaria, cima del cine de aventuras coloniales y del universo de los perdedores marca de la casa Huston; un cóctel fascinante que combina humor, acción, masonería, épica, cinismo, socarronería británica y el deseo de todo ser humano de alcanzar lo divino ("No somos dioses, pero somos ingleses que es casi lo mismo"). Sublime de principio a fin.

 

Después llegaron otros personajes extraordinarios e inolvidables, como el Robin Hood crepuscular y desmitificado, pero aún atractivo y carismático, luchador y romántico, pícaro y divertido de Robin y Marian (1976), junto a la siempre perfecta Audrie Hepburn. De sus labios nació una de esas frases inmortales que nos regala el cine de vez en vez, cuando se hace arte: “Te amo más que a los niños, más que a los campos que planté con mis manos, más que a la paz, más que a la alegría, más que al amor, más que a la vida entera. Te amo más que a Dios”. Un final trágico y conmovedor para una obra maestra. Y un Connery en espléndida madurez, que comenzó su etapa más fructífera, muy alejado del Bond de sus éxitos y también de sus limitaciones. Memorables fueron sus papeles en El nombre de la rosa (1986), Los intocables de Elliot Ness (1987, su único Oscar), Indiana Jones y la última Cruzada (1989) o Descubriendo a Forrester (2000). “Tal vez no sea un buen actor, pero sería aún peor si hiciese otra cosa”. Pues no la haga, Sir Thomas Sean, no la haga nunca jamás.


domingo, 23 de abril de 2017

Moby Duck. La increíble odisea marina de 28.800 patitos.


En 1851 el escritor estadounidense Herman Melville inmortalizó a una de las criaturas marinas más terroríficas, fantasmales y destructivas de la literaura universal, Moby Dick. Ciento sesenta años después, el periodista estadounidense Donovan Hohn inmortalizó uno de los fenómenos marinos más curiosos, sorprendentes y misteriosos de la crónica universal, Moby Duck. La primera relató una historia de persecución y venganza entre la monstruosa ballena blanca y el obstinado y vengativo capitán Ahab. La segunda, una aventura de investigación y curiosidad, y la implacable persecución a 28.800 patitos de plástico protagonizada por el obstinado y reivindicativo Hohn.

Si Melville se hubiera topado con ese monstruo descolorido de miles de bocas sonrientes en uno de sus viajes en ballenero –pongamos, por ejemplo, el Acushnet- tal vez habría introducido ciertos cambios significativos en su mítica novela: «Llamadme Ismael. Hace unos años -no importa cuánto hace exactamente-, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo (…) Probablemente habréis visto muchos fenómenos extraños, tiburones de siniestro talle, krakens de infinitos tentáculos, montañosas ballenas blancas, y cualquier cosa; pero os aseguro que nunca habréis visto un extraño y sorprendente fenómeno como esa mole enorme de 28.800 seres de descolorido amarillo, deslizándose por la superficie del mar con un rumor sordo, como un zumbido subterráneo en una vorágine de plástico y ojos que hacía contener el aliento al surgir de las aguas…»


La historia, en realidad, es bastante menos terrorífica que Moby Dick. Aunque nació en una tempestuosa noche, en mitad del Pacífico, hace ahora veinte años. Era el 10 de enero de 1992 cuando una violenta tormenta sorprendió, cerca de las Islas Aleutianas, a un carguero de bandera incierta que llevaba rumbo a Washington desde Hong Kong. Consecuencia del fuerte balanceo del barco, doce de los contenedores que portaba cayeron al mar; uno de ellos, propiedad de la compañía china First Years Inc, se abrió y dejó escapar todo su cargamento, 28.800 juguetes para la bañera: castores rojos, tortugas azules, ranas verdes y patitos amarillos. Sobre todo patitos amarillos. Flotando sobre el mar embravecido, el cargamento multicolor fue alejándose del barco empujado por el viento y las corrientes, hasta perderse en la oscura inmensidad de la noche.
            Ahí comenzó una odisea que aún hoy, veinte años después, no ha llegado a su fin. Las implacables corrientes oceánicas arrastraron a los patitos y sus amigos durante cientos, miles de millas, atravesando las frías aguas del Pacífico Norte para adentrarse en las aguas heladas del Ártico. Fue su primer destino. Muchos de ellos quedaron atrapados entre los hielos, pero otros tantos prosiguieron su ruta al encuentro de lejanas playas donde reposar, de Alaska a Escocia.

A lo largo de estos años, el vagar de estos miles de patitos no ha servido únicamente para que Donovan Hohn escribiera su libro Moby Duck. La verdadera historia de 28.800 patitos y otros muñecos de baño perdidos en el mar, y de los oceanógrafos, ecologistas y lunáticos que salieron en su busca. Dos de estos científicos, Ebbesmeyer e Ingraham, han podido estudiar las corrientes oceánicas de una forma que nunca antes había sido posible, gracias a los patitos; aprovecharon los movimientos de los juguetes para estudiar el giro oceánico del Pacífico Norte (una gran corriente constante y circular), entre Japón, Alaska y las Islas Aleutianas, descubriendo por primera vez que un objeto tarda tres años en completar el ciclo. Durante dos décadas han llevado un concienzudo registro de las veces que los patitos o los castores han sido vistos, y cuánto han tardado en llegar a esos puntos; aunque deben andar ojo avizor pues el entusiasmo colectivo ha provocado que a menudo les envíen patitos falsos.
El seguimiento científico de esta flotilla antes multicolor y ahora descolorida ha permitido también ayudar a los expertos a controlar y conservar las reservas de pescado, a entender los efectos del calentamiento polar e incluso a resolver casos de muertes ocurridas en altamar (accidentales o alevosas), haciendo un seguimiento retroactivo del recorrido de los cadáveres. Si bien nadie sabe con certeza lo que ha sido de la mayoría de estos patitos navegantes, Donovan Hohn se ha embarcado en su propia aventura durante años para resolver el misterio. «Tenía que ser un trabajo breve. Me ha costado sin embargo cinco años y viajes por todo el planeta». Comenzando por la fábrica donde nacieron, en China, y luego Escocia, Hawaii, el Océano Ártico, el Estrecho de Bering. En su largo vagar en busca de Moby Duck («¡Por ahí resopla!») sólo ha encontrado un muñeco en tierra, un castor, en una playa escondida de Alaska; un hallazgo que ahora guarda como un tesoro. Al igual que cientos de coleccionistas en medio mundo que han tenido la fortuna de toparse con uno de estos valerosos navegantes que llevan 20 años desafiando al océano salvaje. Una vez comprobada su autenticidad, claro.

Al final, la peripecia de estos 28.800 patitos y la de su incansable perseguidor, ha servido para concienciarnos, un poco más, sobre la contaminación implacable que soporta el mar (son miles los contenedores que caen al océano cada año), el minucioso trabajo de los oceanógrafos, la arriesgada vida de marineros y pescadores, nuestra adicción al plástico y el oscuro mundo del transporte marítimo y las fábricas chinas. Algo que no es un juego de niños, precisamente.

Ya saben, si se topan próximamente con un patito descolorido y de expresión cansada, firmado por First Years Inc, cuídenlo con mimo. Un buen baño caliente le sentará de maravilla. Sin espuma, por si le trae malos recuerdos.


Otras curiosidades marinas
· Ebbesmeyer e Ingraham han observado el recorrido flotante de 100.000 globos y coches de juguete, 34.000 guantes de hockey y cinco millones de piezas de Lego que han sido vertidos al mar.
· En 1990 Nike perdió 40.000 pares más allá del Pacífico que dos años más tarde aparecieron en Hawai; lo más curioso es que aún se podía usar. En 2010 otro cargamento de Nike, esta vez 33.000 zapatillas, cayó del barco junto a la costa de California.
· En 1998 un carguero perdió en el Pacífico 407 contenedores, con todo tipo de artículos: bicicletas, teléfonos inalámbricos, ropa…
· Se calcula que cada año caen al mar entre 2.000 y 10.000 contenedores, muchos de los cuales pierden su contenido. La mayoría de las compañías transportadoras ocultan estos sucesos.