viernes, 2 de septiembre de 2016

Santa Teresa de Calcuta: Amar hasta que duela


Madre Teresa nunca buscó ser centro de atención, ni comprendió por qué le otorgaban premios y distinciones (más de 700) gobiernos e instituciones de todo el mundo. Su extrema humildad queda palpable en la que fue su habitación durante muchos años: una estrecha cama, un sobrio escritorio, una mesa de madera y un taburete; sobre la mesa, una figura de la Virgen y en las paredes, un mapamundi, una foto suya con Juan Pablo II y una pequeña cruz rodeada por una corona de espinos, con un cartelito: “Mi corazón pertenece a Jesús”. Y sobre el armario, dos cajas de cartón: una grande para la correspondencia y otra, más pequeña, con una pegatina en la que se lee “Premios”. 

Lo primero que te encuentras nada más acceder a una reciente exposición fotográfica sobre la vida de Madre Teresa es la imagen de una multitud de niños mirándote de frente. Muchos sonríen abiertamente, otros rezan mientras sonríen, una niña llora y reza a un tiempo; los hay que levantan los brazos, exultantes, o que aplauden, o saludan, o bajan la mirada, como apesadumbrados; otros miran de soslayo o tratan –los más pequeños- de hacerse hueco entre la muchedumbre; unos están en primera fila, expectantes, emocionados, y otros en la lejanía, más ausentes, o más esforzados. Esta imagen no está en la entrada porque sí, obviamente; tiene una poderosa razón de ser: son los rostros de los niños de Calcuta ante la llegada de Madre Teresa; sus reacciones, sus expresiones, sus actitudes. Pero también –este es el quid de la cuestión- son los rostros de cada uno de nosotros, el reflejo de nuestra propia actitud, de nuestro grado de implicación. ¿Cuál seríamos nosotros? ¿El que reza o el que sonríe? ¿La que llora emocionada o la que se esfuerza por ver? ¿El que está en primera fila o alguno de los más alejados?


Este es el espíritu con el que hay que adentrarse en la vida de Madre Teresa: no sólo con la curiosidad de conocer su vida, su legado y su mensaje, sino con la expectativa de descubrirnos a nosotros mismos en ese mensaje, en ese legado, en esa vida. “He hecho todo por Dios y nunca he dicho ‘no’ a Jesús” decía Madre Teresa, al final de sus días. Y lo empezó a hacer desde niña; incluso antes, pues a Él entregó su corazón ya desde el primer día de su existencia: como símbolo de lo que sería el resto de su vida, Gonxha (capullo de flor en albanés) Agnes Bojaxhiu fue bautizada al día siguiente de nacer en la iglesia parroquial del Sagrado Corazón, en Skopje, un lejano 27 de agosto de 1910. “De sangre y origen soy todo albanesa. En cuanto a mi corazón, pertenezco totalmente al Corazón de Jesús”.
Una pertenencia que nació en gran medida de su madre, Drana. Su profunda fe, su amor y firmeza y, sobre todo, su compasión y generosidad con los más pobres marcaron profundamente el carácter y posterior vocación de su hija pequeña. “Un día mi mamá trajo a casa a tres personas de la calle y nos dijo que les sirviéramos y cuidáramos”, recordaba Madre Teresa con ternura y agradecimiento. En esos años, la pequeña Gonxha aprendió una lección que guiaría el resto de su vida: el amor empieza en casa. Y continúa, por ejemplo, en la parroquia del Sagrado Corazón de Skopje, donde participó en todas las actividades (misiones, coro, entretenimiento, cofradía…) y donde descubrió también su vocación hacia los pobres. Tenía doce años.


A los dieciocho, en septiembre de 1928, Gonxha dejó su hogar para ingresar en la orden de las Hermanas de Loreto, en la lejana Irlanda. Nunca más volvió a ver a su madre, pero sus palabras de despedida, en la estación de tren de Skopje, quedaron para siempre grabadas en su corazón: “Pon tu mano en Su mano y camina sola con Él, y nunca mires atrás”. Tres meses más tarde partió, junto a otras tres postulantes de Loreto, hacia “mi nueva patria, la India fabulosa”. Ese día tan ansiosamente esperado comenzó una vida misionera que, como ella misma reconoció, no está hecha de rosas, sino de espinas; pero la hermana Teresa era feliz haciendo el mismo trabajo que realizó Jesús en la Tierra.

Tras dos años de noviciado, la hermana Teresa profesó los votos temporales el 25 de mayo de 1931. Allí, en la comunidad de Loreto en Entally, Calcuta, enseñó geografía y catecismo a las niñas de la escuela bengalí y, durante las vacaciones, ayudaba en el dispensario atendiendo cada día a una ingente multitud de seres enfermos y afligidos en busca de cuidado y, sobre todo, de consuelo. Eran años de pobreza y sufrimiento increíbles, tras la II Guerra Mundial y la hambruna bengalí de 1943 que sesgó 2 millones de vidas y llenó Calcuta de miseria, hambre y violencia. Cientos de miles de bengalíes buscaban –en vano- alimento y refugio en la ciudad, llenando cada rincón de cuerpos esqueléticos y generando una creciente ola de conflictos religiosos.


Esa era la Calcuta que vivió Madre Teresa durante aquellos años. Y también la Calcuta que inspiró su gran obra: el 10 de septiembre de 1946 recibió la inspiración para fundar las Misioneras de la Caridad. “El angustioso disfraz de los pobres”, que ella veía como la Pasión de Cristo revivida, y a cuyo alivio decidió ese día dedicar el resto de su vida. Dos años después acudió una mañana al mercado de Calcuta y compró el sari más sencillo y barato que encontró, de algodón blanco y bordes de rayas azules (“blanco por la pureza y azul por la Virgen nuestra Señora”), que era el que utilizaban las mujeres que limpiaban las calles. Con su sari blaquiazul y sus sandalias ajadas, o descalza, Madre Teresa visitaba a los pobres en las calles y llevaba a Jesús hasta sus “hogares y agujeros oscuros”. Pero pronto la calle no fue suficiente, y abrió centros donde los pobres recibían comida y medicamentos, y escuelas en los barrios más miserables. En 1950, Madre Teresa escribió: “Tenemos 9.887 enfermos tratados en los dispensarios, sin contar los que cuidamos en las calles; más de 300 niños en nuestras escuelas en los barrios pobres y más de 400 en las escuelas dominicales…”. Y era sólo el principio.

La capacidad de compasión de Madre Teresa no tenía límites y, al igual que se entregaba en cuerpo y alma a los pobres entre los pobres, su deseo era hacerlo también a los moribundos, que en aquellos años los había a miles tirados por las calles de la ciudad. Para ellos fundó en 1952 la casa “tesoro”, Normal Hriday (corazón puro), la primera casa para los moribundos pobres de Calcuta, bajo cuyos cuerpos rotos y sucias ropas Madre Teresa veía a Cristo, “el más hermoso entre los hijos de los hombres”. Desde 1952 hasta 1997, más de veinte mil personas regresaron a la casa de Dios desde la casa “tesoro” de Calcuta. “He vivido como un animal en las calles, pero estoy muriendo como un ángel, amado y cuidado”, dijo una de ellas. Y era así, en verdad, como morían. Como verdaderos ángeles de Dios, amados y cuidados por las manos más cariñosas y por las sonrisas más confortadoras. Hay una imagen que, simplemente, lo dice todo: una joven hermana de rostro sonriente, con la expresión más dulce que uno pueda imaginar, está arrodillada en el suelo de piedra, ante un cuerpo sobrecogedoramente famélico y frágil, al que enjabona con verdadero mimo; sobre ambos, en la pared desnuda, una pequeña pintura que representa a Jesús muerto en brazos de su madre, y bajo el cuadro, una frase: “el Cuerpo de Cristo”.


El 12 de abril de 1953 Madre Teresa pronunció los votos perpetuos como Misionera de la Caridad, junto a otras diez hermanas; además de pobreza, castidad y obediencia, añadieron un cuarto voto: “dedicarse a trabajar entre los pobres”. La orden iba creciendo y las hermanas servían, con “generosidad y alegría”, a miles de parias, niños y ancianos, hombres y mujeres, en los barrios más pobres de Calcuta. La residencia se estaba quedando pequeña, y buscaron una nueva casa; la encontraron, por 85.000 rupias… que no tenían, claro, pero que confiaban en lograr rezando (“mi secreto es sencillo: ¡rezo!”). Entre las hermanas y los niños “inundaron el cielo con rosarios”; unos meses después, se estaban mudando a la nueva casa en Lower Circular Road. También los niños merecían especial atención, y en 1955 se abrió el nuevo hogar para bebés abandonados y niños enfermos, discapacitados o simplemente no deseados; firme luchadora contra el aborto (“el mayor destructor de la paz”), Madre Teresa salvó miles de vidas a través de sus hogares y de la adopción: “Por favor, no destruyan al niño, nosotros lo cuidaremos”, imploraba a hospitales y comisarías de policía.

Pero aún quedaban los más indeseados entre los indeseados: los leprosos. La lepra es una enfermedad dolorosa, pero no tanto como el dolor de ser rechazado por todos; no era tampoco una misión fácil para las hermanas, ni siquiera para Madre Teresa (“cada vez que voy tengo que emplear toda mi voluntad, hacer un nuevo acto de fe y sacrificio”). Su deseo era proporcionarles una vida normal y hacerles saber que eran queridos, porque ellos también son hijos de Dios. En 1959 abrió el primer centro para leprosos en Titaghar y en 1959 construyó “Ciudad de Paz”, donde las familias con lepra podían incluso autoabastecerse; una ciudad que se hizo realidad gracias al regalo de la limusina Lincoln que había utilizado el papa Pablo VI en su viaje a la India, y cuya subasta reportó a la persuasiva Madre Teresa los fondos suficientes para su ciudad.

La labor de Madre Teresa y de sus Misioneras de la Caridad traspasó fronteras, y además de extenderse por toda la India (en sólo seis años abrió dieciséis casas), fue reclamada en otros lugares del mundo. “La pequeña semilla de Dios está creciendo lentamente…” Esa semilla germinó en 120 países, con más de 4.000 hermanas y 594 casas hasta 1997, año de la muerte de Madre Teresa, al cuidado de miles y miles de pobres con sed de Dios, que padecen toda clase de sufrimientos y una terrible soledad (la mayor pobreza es no ser amado). “Si hay pobres en la luna, allí iremos”, donde quiera que sea necesario un poco de amor, de ternura y de consuelo, y un mucho de sacrificio, estarán las hermanas Misioneras de la Caridad, y los Misioneros de la Caridad, y los hermanos activos y contemplativos, y los sacerdotes de la congregación; y también los “colaboradores enfermos y sufrientes”, y los voluntarios y benefactores. Todos comparten el mismo carisma, la misma misión: saciar la sed de Jesús sirviendo a los más pobres entre los pobres, con entrega total y alegría.

Entre 1989 y 1997 Madre Teresa sufrió cardiopatía, malaria, neumonía, fracturas, osteoporosis… pero continuó viajando por todo el mundo, irradiando paz y alegría, esparciendo el amor y la comprensión de Dios. El 10 de septiembre de 1996 celebró en Calcuta el 50 aniversario de su inspiración y seis meses después cedía el testigo a la hermana Nirmala; su último viaje fue precisamente a Roma, en mayo de 1997, para presentar a su sucesora al papa Juan Pablo II. El 5 de septiembre, Madre Teresa hizo todo el esfuerzo para asistir a misa por la mañana, olvidando su dolor; luego recibió visitas, firmó cartas y se reunió con sus hermanas. “¿Qué está Jesús pidiendo de mí?” se la escuchó preguntar ese día. A las 21:30 elevó los ojos, los cerró y respiró por última vez. Era un primer viernes de mes, día dedicado al Sagrado Corazón, su primer amor desde la infancia. Juan Pablo II, siempre cariñoso admirador, dijo de ella en su beatificación: “Su vida es un testimonio de la dignidad y del privilegio del servicio humilde. Eligió no sólo ser la última, sino la sierva de los últimos”. Madre Teresa lo resumió todo en una frase, que fue su vida: “Amar hasta que duela”.

El 4 de septiembre Teresa de Calcuta será canonizada por el papa Francisco, fiel seguidor de su ejemplo y de su espíritu. ¿Hay sobre la tierra alguien que lo merezca más que ella?

Este texto es uno de los capítulos de mi libro "La muerte del egoísmo" (Ed. Palabra).






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