sábado, 19 de marzo de 2016

Nadie dijo que eso de ser padre fuera fácil



Cada tiempo tiene la sociedad que le corresponde, y cada sociedad tiene los hijos que ha engendrado y educado. En estos tiempos decimos, probablemente con razón, que “los jóvenes de hoy son unos tiranos, contradicen a sus padres, devoran su comida y faltan al respeto a sus maestros”. Poco originales, porque esta sentencia nos la dejó Sócrates grabada en piedra hará unos 2.400 años. Solemos decir que esta generación de hijos que nos ha tocado en suerte es la más errada y errante de las que hasta ahora han existido, y probablemente también tengamos razón. Aunque sí hubo generaciones bastante más perdidas que la actual (aquellos maravillosos 70) y algunas, incluso, que ni siquiera tuvieron infancia (de Dickens hacia atrás). Sin embargo, todas aquellas comparten un elemento común del que carecemos ahora, y tal vez sea este el quid de la cuestión: la autoridad al padre, el respeto al mayor (padre, maestro o señor que pasa por la calle) y la capacidad de discernir entre lo que está bien y lo que está mal.

Todos fuimos buenos y malos hijos, algunos más de lo uno que de lo otro. Todos cometimos grandes y pequeños errores; de algunos aprendimos, de otros aún no. Todos hicimos burradas, y fuimos irresponsables de alta graduación, y caminamos por el filo de la navaja en más de una ocasión. Algunos incluso se cortaron. Otros se partieron en dos. Fuimos la generación de los 80, de aquellos benditos y malditos 80, de la bendita libertad y el maldito lado salvaje, que nos pilló a todos, padres e hijos, literalmente en pelotas. Tal vez todos tengamos vivencias inconfesables, aún hoy, pero contábamos con una ventaja: la mayoría sabíamos dónde estábamos y, en consecuencia, sabíamos adónde teníamos que volver. Sencillamente, sabíamos distinguir lo que estaba bien de lo que estaba mal.

Chesterton, en su habitual sabiduría sin complejos, afirmaba que todos los educadores han de ser absolutamente dogmáticos y autoritarios; “no puede existir la educación libre, porque si dejáis a un niño libre no le educaréis”. Y tenía razón, claro. Los que fuimos hijos ‘difíciles’ y ahora somos padres, lo sabemos; entendemos lo que cuesta; comprendemos la impotencia de nuestros mayores, y agradecemos que no se rindieran nunca. Hoy, los padres no es que se rindan, es que ni siquiera han optado por luchar. No queremos repetir los errores de nuestros ‘autoritarios’ padres y nos volvemos ‘comprensivos’ y ‘tolerantes’. Colegas, decimos. Inseguros, lo que somos. Movidos por lo políticamente correcto, pasamos de un extremo a otro, de ser regañados por nuestros padres a ser regañados por nuestros hijos; de crecer bajo la autoridad de nuestros padres, a vivir bajo la tiranía de nuestros hijos; del profundo respeto a nuestros padres a la absoluta falta de respeto de nuestros hijos. Se ha invertido la jerarquía, y ahora son los padres los que tienen que ganarse el respeto de los hijos. Mal camino. La sociedad de hoy reclama padres permisivos y débiles, y lo que engendran son hijos irrespetuosos y villanos, en casa y fuera de casa.

Pero no todo es culpa de los padres (y de los hijos). Puestos a repartir culpas y responsabilidades, hablemos también de los padres de la patria. Ante el presente desmadre de corruptos sin fronteras ¿cómo van los tiernos infantes a pensar que eso de robar está mal? Y si un violador de trece años o un asesino de quince reciben como castigo un par de cachetes y quedan limpios de polvo, paja y antecedentes, ¿por qué no van a repetir la juerga cuatro amiguetes de primero de la ESO? Es lo que tiene la ejemplaridad, que igual sirve para iluminar que para quemar, como la antorcha de la Estatua de la Libertad. Si presidentes, concejales, empresarios, contables, sindicalistas, artistas, policías o realezas roban –presuntamente, eso sí- a espuertas sin pagar ni un poquito de culpa, ¿qué ejemplo estamos dando a nuestros hijos? Si los programas de mayor audiencia están cubiertos de mugre, puñaladas, falsedades, sexo barato, chabacanería y compra-venta de sentimientos ¿qué mensajes les estamos enviando a nuestros hijos? Si en el colegio se les permite insultar, golpear y vejar a sus profesores; y en la calle insultar, golpear y vejar a la policía o al inmigrante o al mendigo o la anciana… ¿qué les estamos transmitiendo a nuestros hijos? “Dar ejemplo no es la principal forma de influir en los demás; es el único modo”, dijo Einstein. ¿Qué ejemplo estamos dando a nuestros hijos?

Y si, además, un cachete o un leve castigo están penados con la cárcel e incluso con la pérdida de la custodia de un vástago rebelde ¿qué nos queda para educar a nuestros hijos? Hay un punto medio entre la represión y el despropósito, entre el autoritarismo feroz y la cobarde permisividad. Y no necesariamente más cerca de ésta. No olvidemos que los hijos necesitan percibir que estamos a la cabeza de sus vidas para ayudarlos, sujetarlos, apoyarlos, guiarlos. No como colegas, sino como padres. No de igual a igual, sino de padre a hijo. Con mucho amor, pero con firmeza. Con toda la comprensión, pero con exigencia. Y con mutuo respeto. La paternidad, como el superpoder en Spiderman, implica una gran responsabilidad; la mayor de todas. Seamos, pues, responsables. Sólo así evitaremos que nuestros hijos se ahoguen en un exceso de permisividad, se pierdan en un camino sin límites, sin indicaciones, sin destino.

El escritor John Ruskin lo expresó mucho mejor, hace siglo y pico: “Educar a un niño no es hacerle aprender algo que no sabía, sino hacer de él alguien que no existía”.


Pues eso, feliz día del padre.