martes, 29 de diciembre de 2015

Yo también merezco celebrar la Navidad



Mi amigo Javi me dijo una gélida tarde pre Nochebuena «yo también merezco celebrar la Navidad». Aún lo tengo grabado, a fuego, en el corazón; y me resuena cada año por esta fechas, insistentemente, clamorosamente. Recuerdo que lo dijo cuando me detuve en su semáforo para darle un “aguinaldo” de veinte euros a cambio de un paquete de kleenex —que es de lo que vive— y mientras él me mostraba el interior de la Caja de Navidad que otro amigo del vecindario, más generoso que yo, le había regalado aquella mañana. Orgulloso y agradecido me señalaba la cecina ahumada, los espárragos, el turrón, las peladillas y demás lujosas viandas que esa noche, Nochebuena, compartiría con su compañera Adela, que andaba enganchada a Javi desde hacía un par de años… y enganchada a otras cosas desde mucho antes.

Mi amigo Javi lleva más de treinta años en esa esquina, y no es que sea viejo, Javi, aunque sus ojos dicen que sí; es que lleva en esa esquina desde que era un chaval. Treinta años de inviernos lacerantes («¡qué frío hace hoy, Pepe!» me dice, con su frágil anorak empapado como papel de fumar), treinta años de veranos asfixiantes, de primaveras de tregua-trampa, de otoños tristes, apagados. Y Javi, ahí, al pie del semáforo, siempre amable, siempre alegre el tío, siempre agradecido, como si el que lo pasara mal fueras tú, ahí en tu coche, con la calefacción o el aire acondicionado a tope, que tienes que hacer el esfuerzo de abrir la ventanilla para darle un par de euros por los kleenex; que coges o no, porque si le dejas el paquete, mejor, que ya se lo colocará a otro, sin problema, oye, sin falsas ofensas a la dignidad… ni al pragmatismo. Y le ves ahí, cada día, semáforo a semáforo, después de dejar a tus hijos en el cole, bien peinaditos y prestos a aprender para labrarse un futuro mínimamente cierto, y piensas «¡Dios, qué suerte tenéis, hijos! ¡Y qué suerte tienes tú, Pepe; sobre todo tú!»

«Yo también merezco celebrar la Navidad» me dijo, con la sonrisa a media asta, como justificándose; o más bien reivindicando, sí, reivindicando su derecho a una noche buena al menos una vez al año. Desde luego, si alguien la merece ése es Javi. Y la tuvo, al fin, hace cinco Navidades. Del Cielo le llegó un regalo inesperado pero maravilloso: Daniela, su niña. Un regalo para él y para Adela; y un ejemplo para esta sociedad enferma y egoísta, en la que la vida de un niño no nacido vale tan poco como un capricho adolescente. Ellos decidieron "tirar p'alante", desoyendo los consejos de los expertos, de los asistentes sociales, de los políticos e incluso del sentido común. Javi y Adela tuvieron a su niña hace justo cinco años, porque pensaron que toda vida merece ser vivida, y tenían (tienen) la esperanza de que la de su hija Daniela iba a ser mejor que la suya. Para empezar, abandonaron la heroína y el cutre refugio de cartones, plástico y luz ‘prestada’ (del tendido eléctrico) en el que habían pasado los últimos años de indigencia, y se instalaron en un humilde piso de alquiler, ayudados por la madre de Adela (una santa), por el párroco de ‘su’ esquina y por la caridad de sus clientes, que subieron automáticamente la cotización del paquete de kleenex y aportaron, además, la correspondiente contribución en especie (una cuna, ropita para la niña, una buena cesta de Navidad, un anorak contundente, pañales…). Aquella Navidad, Javi y Adela celebraron la Nochebuena entre paredes de verdad por primera vez en años; y cenaron caliente, sobre una mesa de verdad, en familia; y durmieron en una cama de verdad, y a su lado, una cuna azul y una niña agradecida por haber nacido, les recordó que quien tiene un porqué para vivir puede enfrentarse a todos los cómos.


Han pasado cinco años desde aquella Navidad, y no ha sido fácil para Javi y su familia (como para muchas otras, que hace tres años tenían un trabajo y cena caliente, y hoy sueñan con salir de la cola del INEM mientras hacen cola en el comedor de Cáritas). Pero han salido adelante; con esfuerzo y con ayuda, con fe y valentía. Ahora, cuando veo a Javi en su semáforo, veo más cansancio en su mirada, más años en sus ojos prematuramente envejecidos. «Es la niña, que me da las noches. Pero ¿sabes, Pepe?, también me da una razón para estar aquí, con los cataplines congelaos». Hace unos días la vimos, con su madre, de visita a la ‘oficina’ de papá; regordeta, sanota, sonriente, pícara… feliz. Desde luego, una justa recompensa para esa pareja ejemplar. Tal vez la primera justa recompensa que reciben en su vida.
Termino de escribir estas líneas y echo un vistazo al Nacimiento que mis hijos me han ayudado a instalar en el salón, con su San José y su Virgen María y su Niño Jesús, que nos recuerdan que la familia es sagrada, y pienso en Javi y en Adela y en su valiente y generosa decisión de traer a su hijita Daniela a este mundo de cobardes egoísmos. Y pienso en la coincidencia de que su nacimiento fuera, precisamente, en Navidad, ese día en que un niño pobre nació para hacernos mejores. Y me digo, convencido, que aún tenemos esperanza.
Feliz Navidad, Javi y familia. Y a todos vosotros, Feliz Navidad. Lo necesitamos más que nunca.

La historia de Javi y Daniela es uno de los capítulos incluidos en mi libro "La muerte del egoísmo"

miércoles, 25 de noviembre de 2015

Lo Que De Verdad Importa: mucha gente buena (y contagiosa)




“La vida no son los momentos vividos sino las personas que has ido conociendo por el camino”. No recuerdo cuándo ni cómo ni a través de qué o quién me llegó esta frase. Sólo sé que fue hace relativamente poco y que la adopté como propia al instante. Como propia y como cierta, al menos estos últimos años. Porque desde que asistí a mi primer congreso de Lo Que De Verdad Importa, allá por el año 2009, no he hecho más que conocer gente excepcional. Gente buena, generosa, entregada, bondadosa, valiente, tenaz, inspiradora; y con una capacidad inconmensurable de darse a los demás, sin pedir nada a cambio más allá de una sonrisa, un abrazo o un ‘gracias’.


Hablo, por supuesto, de los ponentes que han pasado por los congresos, extraordinarios ejemplos de lo que de verdad importa, y cuyas historias he tenido el inmenso privilegio de escribir. A muchos de ellos, además, he tenido la suerte de conocer en persona: Pablo Pineda, Nando Parrado, Irene Villa (y su madre, Mariaje, un fenómeno), Lucía Lantero, Pedro García Aguado, Marimar García, Jorge Font, Shane O’Doherty, Kyle Maynard, la familia De Villota, Bosco Gutiérrez Cortina, Antonio Rodríguez "Toñejo", Anne Dauphine Juliand, Miriam Fernández… Con todos ellos he compartido charlas, abrazos, canapés, confidencias, canciones, anécdotas, risas… Y de todos ellos he aprendido lecciones de vida valiosísimas, de esas que no se aprenden en los libros, de esas que sólo se aprenden por contacto, por conexión, por contagio.


Pero lo excepcional de esta gran familia que es la Fundación Lo Que De Verdad Importa no está sólo encima del escenario. Está, sobre todo, detrás. Y delante. Son María Franco, Pilar Cánovas y Carolina Barrantes, y todo su equipo de locas maravillosas, que han conseguido imposibles durante estos 9 años; y lo que les queda. Son los patronos y los patrocinadores y el presidente y los colaboradores y los voluntarios. Son los fans incondicionales, que siempre están ahí, que siempre estarán ahí, para lo que haga falta. Son los miles de jóvenes que han pasado por los congresos, que abarrotan cada auditorio edición tras edición y que se van a casa con la lección bien aprendida; y que nos van a dar mil vueltas cuando lleguen a nuestra edad, porque ellos han sabido mucho antes que nosotros lo que de verdad importa.

Mucha gente buena como la que abarrotó ayer en el Palacio de Congresos de la Comunidad de Madrid. Más de 2.000 jóvenes y no tan jóvenes predispuestos al contagio. Que bailaron y corearon ese himno inmortal a la solidaridad que es Stand By Me, y que nos regaló el gran Clarence Bekker, voz y alma de la Fundación Playing For Change, para abrir el Congreso. Un comienzo perfecto para ir ambientando la jornada.


Gente buena como Alexia Vieira, una “adolescente normal” –rebelde, mala estudiante, tenaz y valiente, muy valiente, eso sí- que se reinventó en alma de la Fundación Khanimambo (‘gracias’), y que lleva 9 años dando esperanza, futuro y alegría a miles de niños en Mozambique. Alexia nos dio una valiosa lección de coraje, de confianza, de amor; de lo que es dar y recibir; de magia, de sonrisas y sueños cumplidos, por muy imposibles que parezcan. Nos enseñó que tenemos que abrir más nuestro corazón, a todos, a todo. Y que hay que dar las gracias cada día, cada minuto, por la suerte que tenemos. Y que hay que sonreír. Sonreír todo el tiempo. Una enseñanza que ellos, los niños de Khanimambo, tienen perfectamente aprendida.

Gente buena como Jennifer Teege, que tuvo el coraje de compartir abiertamente su escalofriante historia. Una historia que comenzó a sus 38 años, el día que descubrió por casualidad que era nieta de un monstruo, uno de los nazis más despiadados que dirigieron los campos de exterminio: Amon Goeth. Una verdad cruel y escalofriante a la que tuvo que enfrentarse, con la que tuvo que luchar (depresiones, contradicciones, miedo, asco…), con la que tiene que vivir. Jennifer, a quien su propio abuelo habría matado por el solo hecho de ser negra, nos recordó que aprender del pasado es la única fórmula para no repetirlo; y no hemos estado tan lejos de hacerlo en las últimas décadas.

Gente buena como Enhamed Enhamed, a quien perder la vista a los ocho años no le ha impedido coleccionar records y medallas de oro en la piscina olímpica (“No perdí la vista, gané la ceguera”). Ni le han quitado un ápice de ese sentido del humor, desbordante y contagioso, que inundó el escenario y se llevó al público de calle (un verdadero crack). Y que nos enseñó el valor del esfuerzo y de la ilusión, que todo lo que sea fácil es enemigo de lo bueno; que el miedo hiere más que aquello a lo que temes; y que los éxitos sólo merecen la pena si se comparten. Y, sobre todo, a través de su inseparable perrita Adele, nos enseñó el inestimable valor de la confianza ciega; no sólo para quien no puede ver.

Gente buena como Pedro García Aguado, que forma parte de la familia de LQDVI casi desde el principio. Un gran tipo, en todos los sentidos. Otro valiente, que superó su adicción al alcohol y a las drogas -a las máscaras, a la falsedad, al oropel- a base de echarle valor y valores a su vida rota. Un tipo que ha visto cosas que no creeríamos, y que se ha enfrentado a ellas a cara descubierta; que ha hecho de su debilidad pasada su causa presente, por y para los jóvenes, que son el futuro de todo. Una vida nada fácil, la de Pedro, ni en el éxito (el esfuerzo, el sacrificio, la presión) ni en el fracaso (la adicción, la familia, la pérdida), que ha sabido convertir en una lección impactante y necesaria, de las que no se pueden ni se deben olvidar.

Y una lección extra e inesperada. Andrés Marcio. Un fenómeno de apenas 13 años que nos dio a todos una lección magistral de madurez, de sentido del humor, de inteligencia emocional, de valentía, de alegría de vivir. Un niño pegado a una silla de ruedas por culpa de una enfermedad degenerativa y cruel (que ha paralizado su cuerpo casi por completo), y pegado también a una sonrisa perenne y luminosa. Andrés nos dio, quizá, la lección más potente y contagiosa del día. Gracias, Marta Barroso, por traérnoslo.

Mucha gente buena, sí, la que se junta alrededor de Lo Que De Verdad Importa. De esa que te pega sólo cosas buenas, valiosas, importantes. De esa que, sencillamente, te hace mejor persona. Por puro contagio. Y ahí estamos desde hace años, a ver si se nos contagia algo. O mucho.




martes, 3 de noviembre de 2015

Bethany Hamilton: alma de surfer

Bethany Hamilton estaba predestinada a las olas desde que llegó a este mundo. Nació en la cuna del surf, Hawaii, de padres surferos, y desde niña se rodeó de hermanos, amigos y vecinos surferos. A los ocho años ya competía -y ganaba- en las salvajes olas de Oahu; luego siguieron decenas de campeonatos y de trofeos. Cuando cumplió trece, un tiburón envidioso reclamó su propio trofeo: el brazo izquierdo de Bethany. Sólo tres meses después estaba compitiendo de nuevo. Con un brazo menos, pero con una fe, un coraje y un espíritu que han conmovido al mundo entero, dentro y fuera del mar.


La noche era clara y tranquila en la playa de la costa norte de Kauai aquel 31 de octubre de 2003; las olas rompían sin saña, limpia y suavemente. Un grupo de amigos celebraba la noche de Halloween en la blanca arena. Todo iba bien, hasta que el mar, siempre el mar, lanzó esa poderosa llamada de la que ningún surfer puede librarse si realmente tiene agua salada en las venas. Bethany escuchó el canto de sirenas y entró al agua, como cualquier otro día. No había motivo alguno de preocupación, no se percibía ni el menor rastro de peligro en el horizonte. Las olas eran pequeñas e inconsistentes y Bethany aguardaba la serie recostada sobre su tabla, relajada, con su brazo izquierdo buceando dentro de las oscuras aguas. 

Lo que sucedió después duró apenas un segundo. Sintió una enorme presión en el brazo y un par de rápidos tirones; luego, el mar teñido de rojo brillante a su alrededor. Sorprendentemente, Bethany mantuvo la calma. Su brazo izquierdo había desaparecido, arrancado casi hasta la axila, junto con un buen pedazo -rojo, blanco y azul- de su tabla de surf. No recuerda con claridad cómo llegó hasta la playa, pero sí lo que el enfermero le susurró al oído en la ambulancia, con voz suave y tranquilizadora: “Dios nunca te va a abandonar”. Estaba en lo cierto, porque ya desde los cinco años aceptó a Jesús en su corazón y nunca, ni antes ni después del tiburón tigre, la había abandonado.

Esta ayuda extra, además de una inconmensurable dosis de coraje, determinación, sacrificio, corazón y agallas -desde luego impropias en una niña de trece años-, obró el milagro. Después de haber perdido el brazo y un 60% de su sangre, y tras haber superado varias operaciones sin infección alguna, Bethany salió del hospital con la firme determinación de volver al agua, a sus olas, con urgencia. Nada de traumas, nada de depresión, nada de excusas. Una fuerza de espíritu que dejó absolutamente descolocados a los médicos y socorristas, que sólo encontraron una explicación: su pasión por el surf y su fe en Dios.



Un mes después del ataque, el 26 de noviembre, Bethany regresó a las olas, a su sueño de convertirse en surfer profesional. Tuvo que entrenar muy duro, aprender a remar con un solo brazo, encontrar un nuevo equilibrio sobre la tabla, redefinir su estilo. Su ejemplo de superación trascendió a la prensa y a la televisión y su nombre comenzó a resonar dentro y fuera del agua. En enero volvió a la competición, y en plena forma: quedó quinta en aquel primer campeonato. Continuó la temporada escalando puestos en el ranking, siguiendo un camino que ya tenía trazado antes del tiburón y que éste no logró desviar ni un milímetro. Si acaso le proporcionó aún más fuerza y determinación para alcanzar su meta, su sueño. Un año después de aquel fatídico 31 de octubre, Bethany ganó su primer título nacional.

Entre competición y competición, entre ola y ola, Bethany tenía todavía tiempo para aparecer en los principales programas de la televisión (del mítico Good Morning America a la MTV o al Show de Oprah Whinfrey), recibir multitud de galardones y homenajes (del mundo del surf, del deporte y de toda la sociedad), escribir su –incompleta- autobiografía (Alma de Surfer, en la que se ha basado la película Soul Surfer), visitar Tailandia para echar un cable tras el tsunami y dar incontables charlas motivadoras en universidades, comunidades e iglesias. 


En 2007 cumplió su sueño de hacerse surfer profesional, carrera que hoy continúa compaginando con su condición de luchadora ejemplar e inspiradora para libros (algunos escritos por ella misma), documentales y películas sobre su vida. Por supuesto, sigue viajando por todas las playas del mundo, en competición o en busca de buenas olas y mejores causas (en misión de ayuda a las comunidades necesitadas, a través de su propia fundación Friends Of Bethany). Ahora, desde hace apenas unos meses, Bethany tiene una nueva causa que añadir a su lista: su hijo Tobias. Con toda seguridad, aprenderá a surfear las olas de Hawaii antes incluso de aprender a andar.


La historia de Bethany Hamilton está incluida en mi libro "La muerte del egoísmo". 


viernes, 30 de octubre de 2015

Apoyar el deporte minoritario. Una causa justa y necesaria.



Hace unas semanas tuve la gran fortuna de ser invitado a un evento de apoyo a los deportes minoritarios. Estaba organizado por Marca y MasterCard, dentro del programa “Patrocínalos”, que es una iniciativa tan romántica como desgraciadamente necesaria. Y digo desgraciadamente porque no es bueno que deportistas de élite como Jonathan, Anna, Amber, Leticia o David, o cientos más, que han cosechado importantes éxitos a nivel nacional, internacional e incluso olímpico, no es bueno, digo, que tengan que depender del crowdfunding para poder alcanzar sus metas, para poder cumplir sus sueños, que también son los nuestros. Desgraciadamente –insisto- en España no existe esta cultura de apoyo al deporte de base, o al deporte minoritario, o emergente, que sí se da en otros países (y no sólo EEUU). Ni por parte de las administraciones, ni por parte de los colegios y universidades, ni por parte de los patrocinadores, ni por parte de los medios de comunicación. Sobre todo, los medios de comunicación. Salvo excepciones puntuales, parece que más allá del fútbol, del omnipresente y sobrevalorado fútbol, no hay sino un enorme vacío de ignorancia en nuestras televisiones, radios y diarios. Incluso los deportivos.

Viene a mi mente, como un oportuno flashazo, aquella portada de El País Semanal de verano de 1988, justo antes de los Juegos de Seúl, en la que aparecían todas nuestras medallas de oro olímpicas: Seis en total. Seis. José Alvarez de las Asturias Bohorques (mi abuelo, de ahí que guarde esa portada como un verdadero tesoro), que la ganó en hípica por equipos, junto a García y Navarro, en Amsterdam 1928; Paco Fernández Ochoa, en Sapporo 1972; Abascal y Noguer en Moscú 1980; y Doreste y Molina en Los Angeles 1984. Punto. En 84 años de Olimpismo moderno. Luego llegó Barcelona ’92 y el Plan ADO demostró que sí, que si contamos con medios podemos dar mucho más. Pero fue un sueño breve. 
Con ADO o sin ADO, lo cierto es que nuestros deportistas sí dan mucho más. En la Olimpiada o fuera de ella: trial, kitesurf, windsurf, badmington, kárate, patinaje, piragüismo, triatlón… Disciplinas todas ellas en las que podemos presumir de campeones del mundo, aunque no lo apreciemos -incluso lo ignoremos- en nuestro propio país. Campeones anónimos que viven del esfuerzo, de la ilusión, de la pasión, del sacrificio sin límites… y casi siempre de la generosidad y la fe inquebrantable de sus familias. Y poco más.

Es la historia común de cientos de deportistas en España, que no pueden ser profesionales porque no tienen el apoyo necesario. Y de ahí que la iniciativa de Marca y Mastercard sea tan bienvenida para Jonathan, Anna, Amber, Leticia o David.

Es la historia de Jonathan “Maravilla” Alonso, que hace un año dio el salto al boxeo profesional después de una carrera amateur plagada de éxitos (y ante la incomprensión de su abuela: “¿Vas a pagar 35 euros a un gimnasio para que te peguen?"). Gran defensor de los valores del boxeo (“Te enseña respeto, disciplina, constancia y sacrificio; además, es el único deporte en el que dos rivales comienzan golpeándose y acaban abrazándose"), envidia a países como Estados Unidos, donde un cadete con futuro ya tiene un patrocinador; él, que tuvo dificultades hasta para comprarse unos guantes o viajar para poder entrenar con sparrings de su nivel.

También la historia de Anna Sanchís, cinco veces campeona de España de ciclismo, a quien los desplazamientos para competir tenía que patrocinárselos su padre; y que no pudo asistir a los JJOO de Londres por falta de recursos, aunque tenía nivel incluso para haber luchado por una medalla. Con esfuerzo, dedicación y sacrificio ha llegado a disputar grandes carreras como el Giro de Italia, donde en 2008 quedó séptima. Ahora, su meta es hacer historia en el Campeonato Mundial de Ciclismo en Ruta, que se disputará en Richmond a finales de septiembre.


Y la historia de Amber Mirambell, un pionero, un valiente. Fue el primero, y casi el único, en un país sin tradición por el skeleton (y también sin  instalaciones, sin material, sin federación), que tuvo que enfrentarse a innumerables problemas para cumplir su sueño. En 2005, por ejemplo, antes de viajar a los JJOO de Innsbruck tuvo que fabricarse sus propias zapatillas clavando unos ralladores de queso y una lija en sus viejas bambas de atletismo. Hoy, tras cuatro temporadas viajando por el mundo, ha logrado consolidarse en la élite de este deporte. Participó en los Juegos de Invierno de Sochi 2014 y su nuevo sueño es llegar a Pyeongchang en 2018.

El sueño de Leticia Canales, su pasión, su motor, es el surf. Desde que se subió a una tabla casi antes de empezar a andar, su vida fueron las olas. El agua de mar se metió en sus venas y lo que empezó como un entretenimiento (apasionante, eso sí), no tardó en convertirse en entrenamiento para la competición. Tenía 10 años. Hoy, 9 años después, la actual campeona de España tiene muy clara su meta: primero Europa, y luego el mundo. Seguir progresando y aprendiendo y entrar en el top 17 de la WSL (World Surf League). Seguro que lo consigue. Ahí tiene el ejemplo de su paisano Aritz Aramburu, primer español en entrar en el top 30 del surf mundial, enfrentándose a leyendas como Kelly Slater. Una lucha, la de Leticia, doblemente meritoria, en un país de escasa tradición profesional (mucha afición, eso sí; en la que me incluyo) y en un deporte tradicionalmente masculino.



David Casinos, además de atleta español, es ciego. Lo que supone un doble hándicap en cuanto a recursos se refiere. O triple, porque David está obligado a llevar consigo en todo momento y lugar una persona de apoyo. Luchador nato, no se resignó a su suerte y decidió sacarle todo el jugo a la vida. Y al deporte. Ha sido campeón de Europa de lanzamiento de peso en cuatro ocasiones, campeón del mundo en otras tantas y acumula tres medallas de oro en los Juegos Paralímpicos (en los que, por cierto, España sí es una potencia mundial). Es, además, un ejemplo de motivación, positivismo y buen humor.

Aquella mañana, tras haber escuchado los impactantes e inspiradores testimonios de estos cinco deportistas excepcionales (y llevarme también un regalo inesperado: la licra firmada de Leticia Canales) uno sólo podía pensar en una cosa: a ejemplos como estos hay que darles visibilidad, mucha visibilidad; hay que darles minutos en prime time, retransmisiones, reportajes; hay que darles portadas, columnas, artículos; y presencia en las conversaciones de bar. Tenemos, sobre todo, que apoyarlos, subvencionarlos, valorarlos. Es lo menos que podemos hacer para agradecerles todo su trabajo, su ilusión y sus logros. De verdad que se lo merecen.





domingo, 18 de octubre de 2015

Amar hasta que duela. La lucha del misionero Christopher Hartley Sartorius


“Todo lo que no se da, se pierde”. Son las palabras que abren el último libro de Dominique Lapierre, India mon amour; ocho palabras que encierran en cada letra todo el alma generosa y espiritual de ese misterio gigantesco y extremo que es la India. “Todo lo que no se da, se pierde”. ¿Se lo imaginan, aplicado a nuestro día a día; al de todos y cada uno de nosotros en todas y cada una de nuestras acciones? Imposible, ¿verdad? Inalcanzable. Lejanísimo. Ajeno, cuando menos. “Que den los otros -justificaremos- que bastante tengo con lo mío”. Y será verdad. El libro de Lapierre continúa con una anécdota implacable, que desmorona nuestra vaga excusa como un castillo de naipes bajo los efectos de un terremoto grado 9 en la escala de Richter. Una niña que vuelve de la escuela, cargada de libros y cuadernos, probablemente sin haber probado bocado desde la mañana; y no mucho, tampoco, el día anterior. El escritor le ofrece una galleta que ella agradece “como si le hubiera puesto la luna en la mano” y sigue su camino. A los pocos pasos, la niña se cruza con un perro famélico, sin pensárselo un segundo parte la galleta en dos y le da la mitad al pobre animal. “La India me acababa de dar la lección más bella de todas acerca de lo que significa compartir”, remata Dominique Lapierre.


“Todo lo que no se da, se pierde” dice el proverbio indio. “Ama hasta que te duela. Si te duele, es buena señal” decía la Madre Teresa de Calcuta. Amar, dar, darse... Vivimos en un mundo que parece venerar justo el extremo opuesto de lo que aquella niña india o la Madre Teresa nos quisieron enseñar. Afortunadamente, algunos seres humanos –muy humanos- nivelan la balanza hacia el lado de lo extraordinario. El misionero español Christopher Hartley Sartorius, por ejemplo, que lleva dándose a los demás desde que se ordenó sacerdote. Eligió el camino espinoso, antes que el purpurado. Primero, en el Bronx; durante 13 años sirvió a los más pobres y marginados de la comunidad hispana en este barrio neoyorquino; allí se ganó el respeto y el cariño de todos sus feligreses y también de los que no lo eran. El secreto es que a unos y otros el padre Christopher los amaba por igual, y a unos y otros se daba por igual.

“Ama hasta que te duela. Si te duele es buena señal”. Una lección que el misionero aprendió (y practicó) sobradamente al lado de Madre Teresa, en los años que compartió con ella en Calcuta. Allí conoció la más profunda miseria, y también el más profundo amor; y lo aprendió directamente de quien mejor lo conocía y quien mejor lo ejercía. “Ella para mí fue, sobre todo, madre; madre de mi vocación. Me enseñó a amar con un amor que yo jamás había conocido. Me enseñó que el amor es terco y tenaz. Me enseñó a reconocer el rostro del Crucificado en cada pobre. Que la vida es don y por eso sólo tiene sentido cuando se entrega. Me enseñó que la vida es una maravillosa aventura y que sólo de nosotros depende vivirla apasionadamente o conformarnos con existencias irrelevantes.”

Vida de bestias
El padre Christopher siempre ha elegido vivir su vida apasionadamente y, desde luego, su existencia no ha sido irrelevante. Ni para los habitantes del Bronx, ni para los pobres de Calcuta ni, sobre todo, para los trabajadores del azúcar en los bateyes dominicanos. El 5 de septiembre de 1997, justo el día en que murió la Madre Teresa, él llegaba a un nuevo rincón de miseria: San José de los Llanos, en la República Dominicana. Allí, los emigrantes haitianos que acudían a los cañaverales –a menudo engañados o directamente forzados-, malvivían en condiciones de semi esclavitud, explotados como animales, trabajando jornadas de catorce horas por unos céntimos, hacinados en barracones sin luz ni agua ni camas; ni dignidad. “Viviendo vida de bestias”. El padre Christopher luchó por ellos y por sus derechos, se enfrentó a los señores de las plantaciones (la familia Vicini y otras) y logró llevar luz y agua a 60 poblados, crear comedores para los niños y, por primera vez en la historia, un contrato que establecía un día de descanso a la semana, una cama por trabajador y un sueldo por jornada, mísero pero en metálico (hasta entonces cobraban su miseria en vales canjeables únicamente en los economatos de los campamentos). Además, levantó un centro educativo, un taller de costura, una unidad de atención primaria y un hospital de 100 camas especializado en atención materno-infantil. Y también les llevó a Dios. Siguiendo a rajatabla la Doctrina Social de la Iglesia y las palabras que el propio Juan Pablo II pronunció en su ordenación (“Comprometeos en todas las causas justas de los trabajadores”), recorrió cada día los campamentos clandestinos en su maltrecha furgoneta, para recordarles que Él está siempre con los más pobres.

Su recompensa, el amor inquebrantable de su gente… y el odio cobarde de los magnates del azúcar, que vieron en él una amenaza para su negocio y su poder. En 2006, tras recibir numerosas amenazas de muerte (“Díganle a ese reverendo que un día va a parecer en un carril de lodo con la boca llena de moscas”) la propia Iglesia lo apartó de los bateyes y del peligro y lo llevó de vuelta a Europa, desde donde continuó su lucha contra la injusticia y la miseria, a través de documentales, exposiciones fotográficas, reportajes... 

“Dar hasta que duela y cuando duela dar todavía más”. Después de su batalla dominicana, el padre Christopher buscó el rincón más pobre, miserable y peligroso de África en el que pudiera continuar su labor misionera, y lo encontró en Gode, Etiopía, hace siete años. Terrorismo, guerras, niños soldados, hambre, enfermedades, desierto, olvido… el lugar perfecto para comenzar de cero una nueva misión al servicio de los desfavorecidos. Una oportunidad de llevar un mensaje de esperanza –que se traduce en educación, asistencia sanitaria, higiene, agricultura- en medio de la desolación. Pero aun allí, a millones de kilómetros de ninguna parte, mientras observa el polvoriento anochecer a orillas del Wabe Shebele, el corazón del padre Christopher permanece en San José de los Llanos, junto a la doctora Noemí Méndez (su sucesora en la lucha y en la vida amenazada), junto a Bubona, Fefa, Pedro, Roberta, Rafelina, Santiago, Toni, Lidia y todos los demás trabajadores de la caña en los campos y bateyes dominicanos y sus hijos, hoy un poco menos esclavos, un poco más personas gracias al amor, a la entrega y al coraje de quien lleva dándose toda una vida.

Su historia, su lucha, su misión es un ejemplo para todos, creyentes y no creyentes. Es uno de los capítulos más intensos de mi libro "La muerte del egoísmo". Hay que leerla. Y atesorarla. Es la mejor manera de que no olvidemos a quienes no tienen la suerte de estar en nuestro lugar.

miércoles, 8 de julio de 2015

Absolutely Live! Los conciertos de mi vida



He admirado las patillas de David Lindley en el Sol, sentado a los pies del Jackson; he visto volar un cerdo gigante sobre 40.000 cabezas en la galaxia Calderón; he besado a Bonnie Tyler al otro lado de la frontera y he llorado escuchando un cuento de O. Henry en Suristán.

He vibrado en la Arena cuando todos nos convertimos en París, a los pies del Hodgson; he temblado al oír el poderoso —y melodioso— rugido del león hecho hombre; y he escapado del infierno en una Harley, propulsado por la voz hecha carne.

He punteado durante horas de puro rock a la sombra del Jefe y su banda callejera; me he adentrado en el túnel del amor y he amado a Julieta infinitamente más que el propio Romeo; he añorado al padre escuchando al hijo; he bailado con mis hermanos de alma, patillas y gafas oscuras; y he envidiado al espontáneo que destrozó aquel verano del 69.

Me he encontrado en la encrucijada con un amable ex presidiario; he llegado al éxtasis con un fluido rosa que me elevaba 10 cm del suelo y he temblado de frío rodeado de surfers, bikinis y buenas vibraciones (mientras una gran bola de fuego se calentaba con alcohol). He llorado con el hombre de negro, el nuestro, acompañado por un Dorian Grey argentino y un tipo frágil y genial que había vencido a la pereza.

He perdido las piernas saltando al ritmo frenético de unos sesentones, que hacían todo lo que querían dentro y fuera de su isla. He escuchado el retumbar del trueno conduciendo por la autopista al infierno, he llamado a las puertas del Cielo uniendo mi voz a la del Maestro y he caminado sobre el arco iris llevado por la mano —lenta—  de Dios.

He visto a Olivier Durand divertirse haciendo magia con los dedos mientras Elliott hacía magia con las palabras; y a Jackson Browne convirtiendo una gira en poesía, sentado en la oscuridad de la luz; he visto al siempre joven Neil rasgando la guitarra sobre un caballo loco; a Graham Parker, afónico, loco por cantar, y al loco de Cocker desafiando a una orquesta sinfónica con su maravillosa voz desgajada.

He contado cuervos viéndolos desde arriba, como un pachá; y a unos halcones sonrientes desde sólo unos metros más abajo; y he volado con tres viejas águilas al reencuentro de un solitario y misterioso hotel de la Costa Oeste. He conocido a los peregrinos mucho antes de ser descubiertos y he asistido al apocalipsis sinfónico del Génesis; me he mojado con los chicos del agua, junto a un triste pescador, y tomado unas cervezas con cuatro viejos amigos y una señora azul, ahora más triste y más sola; he revivido el blues alegre de la otra Bonnie y he paladeado el sonido elegante del otro Bryan, el dandi.

Me he postrado ante el rey del blues, y ante sus satánicas majestades y ante el rey de América, que se llamaba Elvis pero era inglés; he escuchado a Tom Waits reencarnado en la pura elegancia femenina; y me he emocionado ante al espíritu de una Reina narcisista reencarnada en el piano genial de una reina tímida, calva y con gafas imposibles.


He visto a un extraterrestre renegar del polvo de estrellas y a un envejecido trovador renegar del humo mortal. He visto el farol del Bulevar brillando con la misma fuerza en la multitud y en la soledad, pero siempre a mi lado; he madurado al mismo tiempo que los Secretos de mi adolescencia, a uno y otro lado del bulevar de los sueños rotos; y he brindado por la eterna juventud con un Tequila, solo y en compañía de otros. He compartido la sabia y poética locura de un tipo fuerte, feo y formal que no era John Wayne, y he bailado a los pies de un surfer en una gigantesca playa verde con nombre de río.

He volado por la bella Irlanda y la verde Galicia al mismo tiempo, con los Jefes y un novato; y he visto a un irlandés subir de Madrid al cielo, al lado de unos pretendientes que cantaban a un amigo que ya no estaba allí. He vuelto a tener 15 años durante unas horas de sorias, venecias, gatas y gaviotas; y durante unos minutos, he sentido lo fría, distante y aburrida que puede ser Alaska. Y he ardido a placer bajo las añoradas escaleras del Sol, mientras movía mis caderas al ritmo de los Stones y el queridísmo Eric Burdon.

He compartido plaza con una princesa yonky y un capitán, y he sentido el temblor de un gordo que dominaba el escenario a ritmo de rockabilly. He vibrado con una vieja voz de blues (white) que un día se rodeó de animales incomprendidos. He saltado y gritado con mi generación tras unos ojos azules y un micro volante; y una y otra vez he vuelto a escuchar al poeta de blanca melena preguntarme si sé para qué estoy aquí, mientras me cuenta la historia de América, y la tuya y la mía.

He lamentado muchos conciertos que no vi, y alguno que sí vi; he repetido muchos otros, que siempre fueron irrepetibles; y he esperado 25 años la vuelta a la plaza de un gamberro roquero, sensible y futbolero, que tal vez nunca llegue (pero “no quiero hablar de ello”).

He perdido la voz gritando en plazas, estadios, rockódromos, velódromos, garitos, playas… He tocado la guitarra (o la cerveza) sin descanso; he aplaudido y vitoreado, y he echado de menos saber silbar; he escuchado, he sentido, he vivido cientos de canciones, miles de instantes mágicos que no se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia, porque están grabados a piedra en la memoria y en el corazón. Más de 30 años de conciertos, que son todos los que están pero no están todos los que fueron, ni todos los que pudieron ser. Ni, por supuesto, todos los que serán.





viernes, 19 de junio de 2015

Jaime Caballero. El héroe de los enfermos de ELA.



Jaime Caballero es nadador de ultra larga distancia en aguas abiertas. Eso significa que está hecho de una pasta especial, física y psicológicamente. Eso significa que tiene una capacidad de aguante —del dolor, del miedo, del agotamiento, del agobio, del frío extremo— que va mucho más allá que la de cualquier ser humano normal. Su última hazaña, que ha dado la vuelta al mundo, ha sido cruzar el Canal de la Mancha… ida y vuelta. Sin parar. Sin protección. (“Una salvajada que sólo han logrado 17 nadadores en la historia.  Es el Everest de la natación”). Un trayecto de 100 kilómetros de agua gélida, corrientes traicioneras, lacerantes olas y veneno de medusas que Jaime estuvo a punto de abandonar en varias ocasiones durante la segunda mitad del reto, pero que finalmente completó, en estado casi inconsciente (“las últimas 8 horas no recuerdo nada, iba con el piloto automático”). La razón, su razón, los enfermos de ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica), “la enfermedad más cruel que existe”. Ellos son los que empujan a Jaime en los momentos de flaqueza, ellos son los que le dan fuerza para seguir adelante, ellos son los que le dan motivo para luchar, una causa a la que Jaime dedica, desde hace años, cada pensamiento y cada minuto de su tiempo libre.

No siempre fue así. Jaime nadaba ya de pequeño, incluso protagonizó alguna que otra hazaña con 14 años. Pero luego tuvo un prolongado standby de diez años provocado a partes iguales por la indolente adolescencia y los malos hábitos (juergas, droga, alcohol). Fueron años peligrosos, nadando en el filo de la navaja, que casi le cuestan la vida; afortunadamente el precio final fue sólo el ojo derecho. Pero ni eso cambió su forma de ver la vida. “Cuando estaba en el hospital, tras el accidente, lo único que pensaba era en recuperarme para seguir de farra”. Fue la familia (¿quién, si no?) la que finalmente impuso el sentido común, a base de altas dosis de amor y comprensión, y tras pasar por Proyecto Hombre (“a los que estaré eternamente agradecido, y con los que colaboro siempre que puedo”), Jaime salió limpio y lleno de vida.


Volvió a la vida, y volvió al mar (“Es básico tener aficiones, practicar algún deporte; eso te da ilusiones, motivación, objetivos, a cualquier nivel”). Comenzó a nadar de nuevo, no como profesional, pero sí realizando retos cada vez mayores, más importantes, y más duros. En 2005 atravesó el Estrecho de Gibraltar en 2 horas 58 minutos, su primera travesía reseñable. Tras un intento fallido el año siguiente, en 2007 decidió el desafío de referencia en aguas abiertas, el Canal de la Mancha; allí conoció la verdadera fuerza de las corrientes y descubrió en carne propia lo que es el frío en el agua. En 2008 el reto impuesto fue atravesar el Estrecho ida y vuelta, algo que a priori parecía sencillo pero que las fuertes corrientes complicaron hasta el punto de pensar seriamente en el abandono. No solo no abandonó sino que además logró registrar un record mundial.

Pero la travesía que marcó un antes y un después en la vida de Jaime, un giro radical a nivel profesional y, sobre todo, a nivel personal, fue la que llevó a cabo el 10 de junio de 2009: Bilbao-San Sebastián (su tierra). Su travesía más larga y dura hasta el momento, sí (perdió 8 kilos en 27 horas). Pero lo realmente importante es que fue su primera travesía con causa. En 2008, su querido tío José Mari Echeverría falleció de ELA, en apenas 6 meses de dolorosísima enfermedad. Jaime se vio profundamente afectado y decidió que, a partir de ese momento, todas sus fuerzas, todos sus retos, todos sus pensamientos los dedicaría a quienes sufren esa cruel enfermedad que le quitó a su tío. La travesía Bilbao-San Sebastián duró 27 horas, que, según reconoce el propio Jaime “logré terminar acordándome de mi tío en los momentos de flaqueza”.

Hubo otros logros espectaculares: el Lago Ness, Manhattan, Santa Catalina, la Triple Corona… Pero lo importante es que Jaime se involucró de lleno en la tragedia del ELA; conoció a personas afectadas, incluso amigos cercanos que habían perdido a seres queridos por su causa. Decidió hacer algo más por estos enfermos, ayudarles a mitigar de alguna forma su dolor, animarles, dignificarles, darles voz y presencia en la sociedad. Junto a un grupo de amigos fundó la Asociación Siempre AdELAnte y, desde entonces, sus travesías se transformaron en instrumento “para ayudar a quienes sufren la enfermedad más cruel del mundo”. Jaime nada por y para ellos. Porque ellos no pueden. Sus retos tienen ahora una causa mayor: “servir de micrófono a los afectados y conseguir recursos para investigación y cuidados paliativos”, a lo que se destinan el 100% de  los ingresos que se obtienen en cada travesía (principalmente donaciones particulares). Aparte lo económico, el objetivo es doble: animar e ilusionar a los afectados; y concienciar a la sociedad, recordarnos a todos que la ELA existe.




Jaime tiene clara cuál es su misión: “Mi verdadera fortuna ha sido emprender esta andadura con la Asociación Siempre AdELAnte y desde el primer momento he conocido a algunos afectados por ELA y familiares que han ido reforzando este compromiso y ganas de hacer más y más cosas por ellos”. Ellos son su motor y su motivación, y su fuerza en los momentos de flaqueza: “Jaime, lo que te está pasando (frío, cansancio, agobio psicológico por pensar que no avanzas lo suficiente...) es algo pasajero, lo que no es pasajero es tener ELA. Así que, ¡sigueeee y hazlo por ellos!”. Él lo dice siempre: recibo mucho más de lo que doy.

Levantarse a las 6 de la mañana para entrenar cada día entre 2 y 3 horas antes o después del trabajo y fines de semana en mar abierto (verano o invierno) es duro, piensa Jaime. Nadar durante 24 horas seguidas en aguas gélidas sufriendo picaduras de medusa por todo el cuerpo es más duro aún. Pero permanecer completamente inmovilizado durante años, soportando dolor, impotencia, desesperanza, depresión e incluso sentimiento de culpa (la familia también se lleva su parte), no es comparable a ningún sufrimiento pasajero. “Por muy mal que lo haya pasado, a mí se me va en dos días; pero lo suyo es todos los días, para toda la vida”. La enfermedad más cruel del mundo.


Son muchos los enfermos de ELA a los que Jaime ha conocido a lo largo de estos años. Algunos, familiares cercanos. Otros, nuevos amigos para toda la vida. Fran Otero es alguien muy especial para él. Y su mujer, Damaris. Fran padece la enfermedad desde hace 19 años. Su cuerpo está completamente paralizado, pero conserva intactas las ganas de vivir, la ilusión, el humor. Damaris es farmacéutica y se pide todos los turnos de noche para poder estar durante el día con su marido. Ella es su sostén, su ángel. Y la hija de ambos, la llama que mantiene viva sus vidas (la enfermedad llegó cuando apenas tenía 3 meses, hace 19 años). Fran es uno de los incondicionales de Jaime. Vive cada travesía como propia (porque lo es, en realidad) y es quien más anima a Jaime en las horas de bajón. La última vez, en aquellas durísimas millas finales en el Canal de la Mancha, soportando el frío (su temperatura corporal bajó de los 32 grados), el dolor intenso de las picaduras de medusa, las corrientes, la desorientación, la sensación de no avanzar, la desesperación…  “lo que hizo que no abandonara fueron los mensajes de ánimo que me iba lanzando Fran y que me transmitían desde el barco de apoyo. Yo pensaba: para escribir esa frase ha tenido que estar horas, dictando letra a letra con un dispositivo especial que tiene en el ojo; y yo aquí quejándome del frío. ¡Ale, p’alante! Esto pasará, pensé, el frío, las medusas, el cansancio… y me acordaba de mi tío, del padre de mi amigo Gonzalo Artiach, de Fran y de todos los demás enfermos de ELA… ellos son los que consiguieron que terminara la travesía. Ellos son los que consiguen que termine todas las travesías”. Fran lo dice con sus propias palabras: “Llevamos unos cuantos años nadando juntos, y tengo que reconocer que sigo sintiendo la misma emoción, o más grande aún, si es posible, cada vez que nos embarcas en un nuevo reto. A tu lado lo inalcanzable se vuelve esperanzador. Mientras nades, nadaremos a tu lado, poco importa si son unas horas de entreno o 24 horas cruzando el durísimo Canal de la Mancha. ¡Gracias por decir bien alto que el ELA existe!”

Jaime aún no sabe cuál será su próximo desafío. Quiere que sea algo grande, impactante, que genere repercusión y notoriedad. No sabe tampoco si logrará terminarlo con éxito. Aunque eso no importa. “Cada uno debe considerarse admirable no por el reto conseguido, sino por el solo hecho de haberlo intentado”. Sobre todo, cuando la causa es tan admirable como la suya.


 Nota: Esta historia está incluida en mi libro "La muerte del egoísmo" (Ed. Palabra)