lunes, 2 de diciembre de 2013

Cuatro historias de amor y dos mil conciencias sacudidas

Ha pasado un año y parece que fue ayer. Un año desde que vio la luz (¡y qué luz!) el libro Lo Que De Verdad Importa, con esas imprescindibles lecciones de entrega, de generosidad, de superación, de alegría de vivir, de puro y simple amor. Y un año desde el último Congreso de Lo Que De Verdad Importa. Esta fiesta emocional que sacude nuestras conciencias con fuerza y hondura cada vez que viene a Madrid (o a Zaragoza, Sevilla, Bilbao, Barcelona, Valencia, Mallorca, La Coruña, Quito…) ha vuelto a revolucionarnos el corazón, a dar un vuelco a nuestras prioridades, a enfrentarnos a nuestro mundo de ambición, banalidad y ombligos desmesurados. Ha vuelto a mostrarnos, en descarnado directo y en primerísima persona, los valores que valen de verdad; los que marcan la diferencia en la vida; los que, simplemente, te hacen ser “buena gente”; los valores que, si los miles de jóvenes que asisten anualmente a estos Congresos extraordinarios aplican  a su día a día, van a dar un revolcón a esta sociedad egoísta y sin conciencia que les hemos dejado los adultos.

 


El Congreso empezó, como no podía ser de otra manera, con un primer shock emocional. Un bellísimo recuerdo a María de Villota, un homenaje a su sonrisa franca y a su corazón inmenso, mientras de fondo sonaba la voz suave de Jack Johnson y su Angel (“Tengo un ángel, no lleva alas, pero sí un corazón que puede derretir el mío, una sonrisa capaz de hacerme cantar”). Y continuó con una celebración colectiva de la flamante licenciatura en Periodismo de Marimar García Garrido, que tiene su cuerpo paralizado del cuello para abajo, pero no su cabeza, ni su sentido del humor, ni sus desbordantes ganas de vivir.


Y luego la primera lección. Desgarradora. Sobrecogedora. Brutal. Inhumana. Y una hermosa historia de amor. La historia de amor entre una joven cántabra que vivía una vida normal y confortable, recién licenciada en Ciencias Gastronómicas, y unos niños haitianos que vivían un infierno de miseria, esclavitud y prostitución; de madres que regalan a sus hijos; de tráfico de órganos; de niños y niñas violados noche tras noche. De cólera. De huracanes. De HAMBRE. Lucía Lantero llegó a la región más pobre del país más pobre del continente para hacer voluntariado durante tres meses. Pero después de lo que allí vio y vivió ya no se pudo marchar. Decidió montar un orfanato para sacar a esos niños de su infierno y ofrecerles una mínima seguridad, que ellos a su vez transforman en infinita felicidad (un día con arroz y sin ser violados o golpeados es un día mil veces más feliz que uno nuestro).
     Dejó sus ahorros en el empeño, luchó contra la corrupción establecida, venció sus miedos (plenamente justificados), entregó cada minuto de su vida a la causa y superó infinidad de dificultades imposibles de describir (hay que escuchar su voz temblorosa, hay que mirar en sus ojos, unos ojos que han visto lo peor del ser humano), con la inconmensurable ayuda de su tía Marta, de Alexis, del padre Antonio, de Quatrecasas. Desde hace tres años Ayitimoun Yo (“Niños de Haití”) es una realidad que da cobijo, educación y esperanza a estos niños; pero una realidad frágil, siempre en el filo, bajo la amenaza permanente de la falta de fondos, porque vive de aportaciones particulares… y de la inmensa fuerza del amor de Lucía Lantero y su equipo de ángeles voluntarios. “Renuncié a mi vida, pero ha merecido la pena cada segundo”, dice; “Me siento afortunada porque he tenido la oportunidad de ser instrumento para los demás”.
 
Para Lucía, volver a España no es una opción, porque sus niños están donde están porque ella está con ellos; si ella falta, ellos regresan al infierno. Simplemente. Pero para nosotros sí es una opción ayudarla: la cuenta de la Asociación Ayitimoun Yo es 2100 2171 96 0200280655. Los privilegiados del mundo tenemos una responsabilidad con los que no tienen nada (y aquí nada es nada). Como nos recuerda Lucía: hay que dejar de mirar tanto hacia arriba y mirar más hacia abajo. Se ve todo mucho más claro.

Después de la conmoción que supuso el testimonio de Lucía, llegó el soplo de vida y optimismo, de verdadera fuerza de la naturaleza que es la sonrisa de Irene Villa. Y nos recordó, una vez más, que el dolor es inevitable pero el sufrimiento es opcional; que la ira es el peor veneno del alma y que el perdón es una victoria; que el éxito es obtener lo que se desea, pero la felicidad es disfrutar de lo que se consigue; y que si sonríes a la vida, la vida te devuelve la sonrisa. Y a Irene, desde luego, la vida le sigue devolviendo una sonrisa detrás de otra, a través de su familia (“la niña que tenía que estar muerta ahora ha dado vida: mi hijo Carlos”), de sus éxitos profesionales (acaba de publicar su primera novela, Nunca es demasiado tarde, princesa) y de sus numerosos logros deportivos (ya estará sumando nuevas medallas de esquí adaptado con su inseparable Teresa Silva). Y un recuerdo especial para su alma gemela, su ángel guardián, su fuente inagotable de energía: su madre, María Jesús (un beso fuerte, Mariaje. Y gracias otra vez).

 


Después de Irene, la lección de coraje, solidaridad, supervivencia y amor que vivieron María Belón y su familia, tras el tsunami que arrasó millones de vidas en Tailandia en 2004. Todos lo vimos en la película Lo imposible (que en un 93% es lo que sucedió realmente; el 7% restante está suavizado) y quedamos profundamente impactados. Escucharlo en la viva voz de María Belón, que el miércoles pasado cumplió ocho años, nueve meses y un día, es estremecedor. Y enormemente enriquecedor. Porque habla de su experiencia en primera persona, pero extrae conclusiones para cada uno de nosotros, que también somos supervivientes de nuestros propios tsunamis. María habló de miedos, habló de dolor y pérdida, de ahogo y angustia, de ausencia; de querer tirar la toalla cuando no puedes más hasta que la vida te dice aguanta un poco, que sí puedes; y puedes. Habló de responsabilidad, de milagros, de SOLIDARIDAD (ese anciano que la encuentra casualmente y la arrastra durante más de dos kilómetros hasta que la deja plenamente a salvo… y sólo entonces regresa a buscar a sus familiares. “Hizo suya mi vida”, recuerda María; y se emociona). Y habló de coca-cola, y de sus hijos (¡con qué orgullo de madre!) y de Quique, su marido, su héroe, y de los millones de seres que lo perdieron todo bajo la ola asesina; y nos enseñó (¡bendita lección!) que el amor y la paciencia son el mejor antídoto frente a cualquier tsunami. Y que el miedo es sólo una circunstancia, ya nunca una excusa. Y que la vida es un regalo, el mejor regalo, como decía su amiga del alma María de Villota.

 
Y la última lección del día comenzó con una canción (“Imagina que no hay países, nada por lo que matar o morir (…) Dirás que soy un soñador, pero no soy el único”), que Emmanuel Kelly se marcó en directo recorriendo las primeras filas del auditorio. Como una estrella. Y nos conquistó a todos, de nuevo (como ya hizo en el Factor X de la televisión australiana), con su talento, con su sonrisa y con su historia. Una verdadera lección de superación, caridad, tesón y amor; y de pesadillas convertidas en sueños realizados, cuando él y su hermano, ambos abandonados de bebés en una caja de zapatos en un Iraq devastado por la guerra, fueron rescatados por las hermanas de la caridad y luego adoptados por su ángel particular, Moira Kelly. Los dos presentaban serias amputaciones en brazos y piernas, consecuencia de las armas químicas, pero ello no les impidió cumplir sus sueños (“Sueña grande, trabaja duro y no te rindas nunca”): Ahmed, triunfar en los Juegos Paralímpicos (en natación); Emmanuel, triunfar en el mundo de la canción (su último éxito: Let Love Find You).

Para ambos, claro, lo que de verdad importa en la vida es la familia, y la esperanza. Y la BONDAD: Si todos hiciéramos un pequeño acto de bondad al día, el mundo sería definitivamente diferente. Emmanuel y Ahmed lo saben bien. Y María y su familia. E Irene. Y los niños haitianos que viven (¡viven!) bajo el ala protectora de Lucía. Su ángel de la guarda.

 
 
Ha pasado un año y parece que fue ayer. Y uno, que está especialmente sensibilizado en estos últimos tiempos, no deja de darle vueltas a la cabeza y a la conciencia (y al lacrimal). Y piensa, en lo más hondo de su corazón: ¡Qué suerte tienes de recibir estas lecciones imprescindibles año tras año! ¡Qué suerte tienes de conocer a tanta gente buena y valiosa (y tan altamente contagiosa)! ¡Qué suerte tienes, Pepe! Y qué poca excusa te queda ya… 
 
 

 

 

 

 
 


 

 


jueves, 21 de noviembre de 2013

Lincoln y Kennedy: dos muertes unidas por el misterio.


Tal vez las coincidencias sólo significan lo que nosotros queremos que signifiquen; tal vez veamos incuestionables patrones de semejanza donde apenas hay un fino hilo que une dos acontecimientos históricos; tal vez queramos ver misterios asombrosos donde sólo hay simples casualidades que rozan la leyenda urbana. Tal vez las muertes de Lincoln y Kennedy no sean más que eso, un cúmulo de increíbles casualidades. O tal vez no. Juzguen ustedes mismos. 

 


Desde que hace cincuenta años John Fitzgerald Kennedy, 35º presidente de los Estados Unidos de América, fuera asesinado en Dallas muchos son los enigmas que han rodeado su vida y, especialmente, su muerte: sus relaciones amorosas más o menos secretas con Marilyn Monroe; sus problemas de salud amortiguados con drogas por el incierto doctor Max Jacobson (“Max Milagros”); sus negociaciones in extremis y en secreto con el frío Kruschev, de cuyo resultado dependió literalmente la suerte del planeta; sus desaconsejables amistades con el “rat pack” (el clan Sinatra) y, de paso, con la Mafia; o su trágica muerte a balazos (tres o cuatro, según), la madre de todos los misterios, aún hoy no esclarecido a pesar de los esfuerzos ingentes del fiscal de distrito de Nueva Orleans, Jim Garrison, y de cuantos lo han intentado después de él. Y aunque la Comisión Warren concluyera en 1964 que no había prueba alguna de conspiración, si existe en la historia una muerte presidencial repleta de teorías conspiranoicas, sin duda es la de JFK: desde el Sistema de Reserva Federal, la CIA, la KGB o la Mafia, hasta el director del FBI, J. Edgar Hoover, su contrincante republicano Richard Nixon o su mismísimo vicepresidente (y sucesor) Lyndon B. Johnson. Cada cual tenía sus motivos y medios, como en una novela de Agatha Christie, pero en este caso lo que ha faltado es un buen Poirot que resolviera el misterio, con una generosa dosis de materia gris.

 
Interesantes teorías, sin duda. Pero no dejan de ser teorías. Sin embargo, hay un misterio mayor en la vida del presidente Kennedy que lo vincula directamente con el presidente Lincoln y atañe también a sus respectivos asesinatos y a los autores de éstos. Y no es el empeño de Jackie de rendir homenaje póstumo a su marido a imagen y semejanza del sepelio de Lincoln, cosa que se llevó a cabo con el experto asesoramiento del historiador James Robertson. Se trata de un asombroso cúmulo de coincidencias y casualidades, de fechas, nombres y hechos que constituyen, cuando menos, otro sorprendente misterio.


Veamos: Lincoln fue elegido por primera vez para el Congreso de los Estados Unidos en 1846 y Kennedy justo 100 años después, en 1946; ambos fueron elegidos presidentes en 1860 y 1960 respectivamente, Lincoln el 6 de noviembre y Kennedy el 8 del mismo mes; los dos presidentes fueron asesinados en viernes, de una bala en la cabeza, en presencia de sus esposas; Abraham Lincoln en el Teatro Ford y John F. Kennedy en un automóvil Ford, modelo Lincoln; tras disparar, el asesino de Kennedy se ocultó en un teatro, el Lincoln. Después de su muerte los dos presidentes fueron sucedidos por sureños de apellido Johnson, Andrew Johnson nacido en 1808 y Lindon B. Johnson en 1908. Tanto Lincoln como Kennedy fueron arduos defensores de los derechos de los negros: Lincoln firmó la Proclamación de Emancipación en 1862, que se convirtió en ley en 1863, y en 1963 Kennedy presentó sus informes al Congreso sobre los Derechos Civiles.
 
 
El día que fue asesinado, Lincoln dijo a un guardia, William H. Cook, “creo que hay hombres que quieren quitarme la vida... y no hay duda de que lo harán”; un presentimiento similar confesó Kennedy a su consejero, Ken O’Donnell, el mismo día de su muerte. Sus presuntos asesinos nacieron también casi con 100 años de diferencia, John Wilkes Booth en 1838 y Lee Harvey Oswald en 1939; ambos murieron de un disparo antes de llegar a juicio; sus respectivos nombres completos suman quince letras, mientras que los nombres de los presidentes que asesinaron suman también el mismo número de letras, siete. Precisamente el número fatídico donde ambos encontraron la muerte: Lincoln en el balcón número siete del Teatro Ford, y Kennedy en el Ford Lincoln, vehículo número siete de la caravana presidencial.

viernes, 11 de octubre de 2013

JACK ES MUCHO JACK. Un recorrido por la sonrisa y las cejas de Jack Nicholson


Hace unas semanas, la noticia corrió por internet como la pólvora; o, por ser más exactos, a la velocidad de una bala del nueve largo directa al pecho de una femme fatale rubia y sinuosa: "Jack se ha retirado. Hay una sola razón detrás de su decisión, y es la pérdida de memoria”. Pero Jack es mucho Jack, y el desmentido —contundente aunque anónimo— llegó en el siguiente acto: Jack sigue vivo, y coleando. Y uno, que conoce a Jack desde la imberbe adolescencia (y eso que me estrené con la infausta Misouri), lo primero que pensó es que esto no ha sido más que una astucia, genial y oportunista, del alter ego —nada loco— del indomable McMurphy. Un grito cínico y categórico, a medio camino entre la amenaza y la carcajada, como diciendo: “¡Eh, estoy aquí! Soy Jack, el poderoso Jack, el sonriente Jack, el carismático Jack; el actor más nominado de la historia del cine…”
 
Sí, Jack es mucho Jack. Hijo de bígamo y show girl, entró en esto del cine muy jovencito por la puerta oscura y genial de Roger Corman, al servicio de Poe y otras siniestras compañías. Allí aprendió el oficio, del cine y del ahorro. Pero fue en 1969, fecha clave en la historia americana, el año de su estreno en la celebridad, junto a sus colegas de carretera, viajes y contracultura Peter Fonda y Dennis Hopper, a ritmo de Steppenwolf, Hendrix y Dylan en la mítica Easy Rider. Fue su primera nominación de doce; algo que puede parecer exagerado echando un vistazo fugaz a su irregular carrera (hay malas y muy malas películas en su filmografía), pero no tanto si nos detenemos en algunas de ellas, verdaderas obras maestras del cine y auténticas lecciones magistrales de interpretación. Por ejemplo Jake Gittes, el detective cínico e irreverente de Chinatown (1974), que ve su plácida y rutinaria existencia convertida en una espiral de violencia, mentiras y complicaciones de todo tipo por mor de una rubia fatal con los ojos y los labios de Faye Dunaway. Una obra perturbadora de Roman Polansky, inscrita con mayúsculas en la mejor tradición del cine negro; y un trabajo memorable de Nicholson (también de John Huston), a pesar de su nariz rajada (por el propio Polansky-actor) y vendada durante casi todo el film.
 
Por ejemplo su inolvidable y conmovedor rebelde con causa R. P. McMurphy, de Alguien voló sobre el nido del cuco (Milos Forman, 1975); el simpático, el patán, el revolucionario, el desafiante, el inconformista, el refrescante, el cuerdo McMurphy y su camarilla de locos adorables (especial mención a los debutantes Brad Dourif y Christophert Lloyd) y su falso sordomudo y entrañable Jefe Bromden ("Mi padre sí era un hombre fuerte. Era como tú. Y por eso no le dejaban en paz") y esa malvada bruja fanática del orden establecido que bordó Louise Fletcher; probablemente la mejor interpretación de Jack y de todos los que participaron en esa maravillosa oda al desorden vivificante y liberador que, como no podía ser de otro modo, tiene un final tan desolador como esperanzador.
 
Jack es mucho Jack. Por eso no necesita un papel protagonista, por ejemplo el Joker del Batman de Tim Burton (1989); o el Coronel Nathan R. Jessup de Algunos hombres buenos (Rob Reiner, 1992), para merendarse la película entera, Tom Cruise incluido; le bastan apenas unos minutos de tenso, electrizante, medido y espectacular monólogo, sin un gesto más allá de su voz y su mirada (¡qué voz, qué mirada!), manteniendo el tipo con la misma sangre fría que ante 15.000 soldados cubanos entrenados para matarle; un momento mayúsculo, épico, que ha quedado para la historia (“¡Tú no puedes encajar la verdad! (…) Tú no quieres la verdad porque en zonas de tu interior de las que no charlas con los amiguetes, me quieres en ese muro, me necesitas en ese muro…”).

Bastante más histriónico y desmadrado está Jack Nicholson como el otro Jack, Torrance, en la claustrofóbica obra de Kubrick/King El resplandor (1980), una de sus películas más populares aunque no necesariamente de las mejores; sí, quizá, la imagen más icónica y recordada del actor: esa demencial sonrisa en ese rostro desencajado tratando de atravesar la puerta del cuarto de baño, hacha en mano, dispuesto a descuartizar a su señora después de haber llenado cientos de folios con la letanía febril “All work and no play makes Jack a dull boy”. ¡Qué mala es la falta de inspiración!
Hay muchas otras interpretaciones memorables, en el drama, en el terror, en el cine negro, en la comedia (El honor de los Prizzi, La fuerza del cariño, Tallo de hierro, Hoffa, Mejor… imposible, Blood and Wine, Mars Attacks, o el “diablillo cachondo” de Las brujas de Eastweek). Tal vez, de las últimas, la más destacable sea el violento, psicótico y amoral mafioso Frank Costello de esa otra gran obra maestra del genio Scorsese que es Infiltrados. Un macabro juego de traiciones e intrigas salpicado de tanta sangre como humor negro, que vibra al ritmo diabólico de los Stones; un ambiente sórdido en el que Nicholson se mueve como piraña en el agua… o como cartero sobre la mesa de la cocina de Jessica Lange.
 
Jack sigue vivo y con ganas de pelea, estoy firmemente convencido. Esperando aún su mejor interpretación. Pero en una industria en la que “las grandes productoras están dirigidas por jóvenes que no saben quién fue Billy Wilder” (en sus propias palabras), tal vez su genialidad tarde en encontrar un proyecto a su altura. Mientras, seguiremos deleitándonos con esa sonrisa cínica bajo esas cejas desafiantes que asoman tras sus gafas oscuras, en la primera fila del Staples Center, sentado junto al banquillo de sus admirados Lakers. Genio y figura.





viernes, 2 de agosto de 2013

Georges Méliès, aquí hay magia.


En el principio fue la imagen; y durante siglos no se movió. Hasta que en 1888 dos hermanos atemorizaron a un puñado de espectadores con un tren que se abalanzaba sobre ellos con terrorífico realismo. Sin embargo, tras el impactante y prometedor comienzo, la imagen en movimiento creada por los hermanos Lumiére fue desvaneciéndose en el interés de los espectadores, tristemente desperdiciada en tediosos retratos cotidianos. Hasta que alguien intuyó que el cinematógrafo escondía mucho más: ficción, humor, emoción, espectáculo, magia. En una palabra, Cine. Ese alguien se llamó Georges Méliès y ahora podemos acercarnos —y contagiarnos, si acaso—  a su esplendoroso genio en la fantástica exposición de CaixaForum; como ya hicimos hace un par de años, cuando uno de sus más aventajados alumnos, Martin Scorsese, le rindió emocionado tributo en su última película.


La invención de Hugo es todo un ejercicio de cinefilia —se han recreado varias de las películas originales de Méliès, fotograma a fotograma— y una sincera muestra de cariño al creador del cine como arte narrativo; al visionario que llevó sus sueños y su imaginación a un invento que nació sin ánimo de perdurar y que aún hoy, más de un siglo después, continúa fascinando a millones de espectadores ávidos de emociones en todo el mundo. Como en la película de Scorsese, George Méliès también fue rescatado del olvido en los últimos años de su vida… en su puesto de “Confiterie et Jeues” de la estación de Montparnasse. Pero éste es el final de la historia. Empecemos por el principio. 


Desde su infancia parisina, el pequeño Georges tenía muy claro que no quería seguir los pasos de su padre en el negocio de los zapatos. Él quería dejar su huella mucho más lejos; en la luna, por ejemplo. Era hábil con el dibujo y su desbordante imaginación rebasaba los límites de lo que su progenitor había establecido para un honrado zapatero, así que lo envió un año a Londres con la excusa de aprender inglés y con la intención de ablandar sus talentos. El efecto fue, naturalmente, el contrario; para no tener que pelearse con el idioma, Georges frecuentaba el teatro, especialmente el “Egyptian Hall”, donde cada noche el célebre mago Maskelyne embelesaba a un joven Méliès con su espectáculo de ilusionismo. Allí descubre la magia y aprende sus primeros trucos, que luego se lleva a escondidas a París y muestra, casi en la clandestinidad, en el Cabinet Fantastique del Museo Grévin.

            Cuando su padre se retira de los zapatos, Georges vende su parte del negocio y compra el teatro de su admirado Robert Houdin, en el Boulevard des Italiens. Es1888 y Méliès tiene 27 años. En ese glorioso escenario realiza numerosos y sorprendentes espectáculos de ilusionismo, cuyos decorados, trucos y maquinaria son creados por el propio Méliès. Pero no es hasta 1895 cuando tiene lugar el acontecimiento que cambiaría su vida y, de paso, la historia del entretenimiento.
            Fue exactamente el 28 de diciembre. Ese día, los hermanos Lumière presentaban al público su revolucionario invento, el Cinematógrafo. Méliès fue uno de los privilegiados que asistió a esa histórica premier. Pero no fue de los que salió corriendo, presa del pánico, al ver el tren abalanzarse sobre él a toda máquina. Su único pensamiento fue: “aquí hay magia”. Propuso a los hermanos comprarles su máquina, y ante su negativa, decidió hacerse con la suya propia. Partiendo del biscopio del inventor Robert William Paul, y tras ajustar el artilugio para que pudiera impresionar y proyectar, unos meses después crea su propio estudio, Star Films, y rueda su primera película: Partida de naipes, que el 5 de abril de 1896 proyecta en su teatro. “¡Pasen señoras y caballeros, vengan a descubrir la mayor atracción del siglo: el cine!”, grita el voceador a las puertas del Robert Houdin.


Pronto, dota a sus películas de la misma magia que impregna sus espectáculos de ilusionismo. Investiga nuevas técnicas, crea el fundido y las disoluciones, el coloreado y el truco de la sustitución, que le permite multiplicarse en la pantalla. Y el rey de los efectos especiales, el stop-motion, que descubre por azar y se convierte en su favorito. En los siguientes años, ya entrado el nuevo siglo, realiza cientos de películas en las que él es el actor, el director, el productor, el guionista, el director artístico, el diseñador de vestuario, el maquetista… En 1902 crea su obra más célebre, Viaje a la luna, que marca un antes y un después en la continuidad narrativa cinematográfica. Y una de las imágenes inmortales del cine, con ese rudimentario cohete insertado en el ojo de una luna visiblemente molesta.
 
 
Su desbordante imaginación no tiene límites y cada una de sus creaciones e inventos marca los principios de la cinematografía moderna. Y sin embargo, no acierta a ver que el cine se va transformando en una industria, que va dejando atrás —sin piedad— a su precursor. La llegada de la I Guerra Mundial lo termina de arruinar y, acosado por las deudas, se retira definitivamente en 1923.

Pero aún le queda vivir su última historia cinematográfica; en este caso una película de amor: en 1925 se reencuentra con una de sus antiguas actrices, Jeanne d’Alcy, en el puesto de juguetes y golosinas que ella regenta en la estación de Montparnasse. Poco tiempo después se casan y el gran Méliès, el visionario, el pionero, el genio, el precursor del cine de espectáculo y fantasía pasa el resto de sus días, junto a su amada, vendiendo chuches a los niños, hasta su último The End. El 21 de enero de 1938 fallece en el hospital Léopold Bellan de París. Hoy, más de 100 años después de sus primeras obras, sus trucos técnicos y narrativos siguen siendo clave para la magia del cine.


 

Merci, Monsieur Méliès
 
· Méliès fue precursor de muchos de los géneros del cine: surrealismo, terror, humor, fantástico y, por encima de todos, ciencia ficción. 

· Creó el primer estudio de cine, que incluía sistemas mecánicos para ocultar zonas al sol, trampillas y otros mecanismos de puesta en escena.

· Fue pionero del cine en color: en algunas de sus películas coloreaba los fotogramas uno a uno, manteniendo, de paso, su primera inclinación artística.

· Rodó más de 500 películas, aunque la mayoría se han perdido en el tiempo. Algunas de las más famosas son El hombre orquesta, El hombre de la cabeza de goma, El melómano, El inquilino diabólico…

· En 1931 fue rescatado del olvido por sus compatriotas y condecorado con la Cruz de Honor de la Legión.

 


viernes, 5 de julio de 2013

Lejos del mundanal ruido. ¿Vacaciones alternativas?


En plena era de la globalización, la interactividad y las multirrelaciones virtuales, una mujer de 50 años, tras una vida dedicada a sus hijos y al Estado, decide dejarlo todo y evadirse del mundanal ruido en un diminuto islote en las Islas Marshall, donde ha vivido durante 5 años sin móvil, sin ordenador, sin microondas, sin televisor, sin jefes y sin hijos. Sola y feliz. Hay otros modernos robinsones, voluntarios y forzados, que han sobrevivido en completa soledad en islas perdidas. Aunque no han llegado a los 28 años del héroe de Daniel Defoe, cada uno ha vivido su propia historia. Una emocionante aventura, en cualquier caso.

 



Hace unos años, Joan Rutherford decidió que merecía un buen descanso. No un fin de semana de escapada, ni siquiera unas vacaciones de lujo en Las Bahamas, en un confortable complejo hotelero. No. Lo que Joan necesitaba era lo que podríamos llamar un descanso extremo. Por ejemplo, 5 años en un islote de la Micronesia, durmiendo bajo las estrellas y rodeada de gaviotas. “¿Has dormido alguna vez con las gaviotas? ¡Oh, Dios! Hazlo al menos una vez en tu vida -exclama, excitada-. Las blancas suenan como arpas durante toda la noche”. Antes de su descanso extremo, Joan pasó los últimos 27 años de su vida criando a sus hijos y fichando de nueve a cinco como funcionaria del Estado de Washington.
Una vida rutinaria que ha quedado atrás, muy lejos en la distancia y, sobre todo, en la cabeza. “Descansar significa no tener responsabilidades ni preocupaciones acerca de lo que sucede en la sociedad”. Ya en 1988 Joan se tomó unas semanas de vacaciones para viajar en busca de un lugar al que retirarse cuando tocara. No sabía por qué –tal vez el aire o el color del mar o la suave brisa- pero se sentía misteriosamente atraída por la Micronesia. Cuando llegó a las Islas Marshall, supo que ese era el lugar. El siguiente paso era elegir en cuál de los 34 atolones había de instalarse. El criterio era sencillo: el más alejado de las ciudades, las carreteras y las multitudes que pudiera encontrar. Condiciones que cumplía a la perfección el islote de nombre Mili. Un diminuto, plano y solitario punto de arena en medio de un gigantesco desierto de mar. Eso sí, rodeado de vivo coral, aguas transparentes y miles de peces multicolores.

 
Joan reconoce que la vida en Mili no ha sido fácil, a pesar de todo; especialmente los dos primeros años. Las violentas tempestades, el calor sofocante, la humedad extrema; y las condiciones de vida primitivas, pro descontado: sin agua (solo la que recoge los días de lluvia), sin electricidad (salvo por un pequeño generador que utiliza en ocasiones especiales), sin comida (cinco cocoteros y miles de peces por capturar). Pero no sin ayuda. Aunque vive sola en su micro isla, cuenta con la amistad y la compañía de una gran familia nativa, la de Shigeru y Kajnet y sus 11 hijos, propietarios del atolón Mili, que han adoptado a Joan como una más del clan. Sólo le impusieron dos condiciones para permanecer en la isla: no comer ningún pez sin que uno de ellos comprobara si era venenoso; y no tratar de cruzar la laguna sola, debido al peligro que suponen las fuertes corrientes.
Los hijos de Shigeru y Kajnet adecentaron la isla y construyeron una pequeña cabaña para su invitada, con salón exterior a la sombra de una palmera y vistas al coral y a la inmensidad celeste del Pacífico. Le enseñaron a plantar patatas, cebollas y lechuga, a sacar todo el provecho de los cocoteros y a pescar al más puro micronesian style. Eso sí, como carece de nevera “si pesco un pez más grande de lo que puedo comer, lo tengo que devolver al mar”. El resto de su tiempo lo pasa leyendo, buceando o completando su magnífica colección de conchas, algunas de ellas verdaderas joyas de la naturaleza. Tras cinco años de tranquila felicidad, Joan ha tenido que abandonar su isla por motivos médicos. Ahora está de nuevo en Washington, pero su mente sólo piensa en volver a su atolón Mili, con sus gaviotas, sus cinco cocoteros y su bendita soledad.
 
 
El suizo Xavier Rosset también decidió abandonar familia, amigos y comodidades para aventurarse durante un año en una isla desierta (Tofua, en las islas Ha’apai, donde solo hay cocos, cerdos salvajes y un volcán) con una navaja suiza, un machete, una videocámara y unos paneles solares para recargar la cámara como único equipaje. El objetivo, grabar un documental y reflexionar sobre nuestra acartonada vida occidental. El reto, aprender a convivir con la soledad y a vivir de la naturaleza (“Al principio fue muy difícil. Tuve que encontrar comida, construirme un techo, aprender a pescar y a cazar”). El resultado, un magnífico documental y, sobre todo, la satisfacción de haberse encontrado a sí mismo en 300 días de absoluta soledad.


El caso del canadiense Harold Hackett es aún más curioso, si cabe. Solitario habitante de Tignish, en la pequeña isla de Prince Edwards, desde 1996 mitiga su falta de compañía humana haciendo amigos de una forma un tanto peculiar: lanzando al océano cientos de botellas de zumo, previamente vaciadas, con cartas en su interior solicitando la amistad del fortuito receptor, como una suerte de facebook a la antigua. Calcula que ha lanzado en estos años unas 4.870 botellas, la mayoría de las cuales han llegado, mecidas por el viento y la marea, hasta lugares tan remotos como Rusia, Islandia, Holanda, Gran Bretaña, Francia e incluso África.
Cuando un nuevo amigo, en cualquier parte del planeta, recibe uno de los mensajes embotellados de Harold, responde a su vez enviando una carta (por correo postal) a su dirección. Cada año recibe cientos de cartas, especialmente en Navidad, y a veces también regalos. Según calcula Harold, debe de llevar más de 3.100 cartas respondidas. “Nunca imaginé que haría tantos amigos”, reconoce. “Cada carta tiene su propia historia. Algunas llegan a varias personas en diferentes países. Otras son tristes. En una de ellas, una señora de Escocia me contaba que sus tres hijos murieron ahogados durante una tormenta”.

En su pequeña isla ya es toda una leyenda entre los pescadores, que a menudo recogen sus botellas entre las redes. Pero a Harold aún le quedan muchos amigos por añadir a su particular “red social”, pues según él mismo reconoce “voy a seguir haciéndolo hasta que muera”. Estaremos atentos en nuestra próxima visita a la playa.

 
Llega el verano. Vacaciones. Descanso, lo llaman. Y uno se pregunta, asumiendo impotente la pronta inmersión en la muchedumbre estival, si acaso no sería la de Joan Rutheford, la de Xabier Rosset o la de Harold Hackett una opción a considerar. Por probar. Nada más.






martes, 18 de junio de 2013

Un tsunami emocional en la Feria del Libro


Lo bueno de escribir un libro y que ese libro guste y se venda y se comparta y se regale, es que la editorial te da la oportunidad de ver la Feria del Libro desde un punto de vista (para mí) inédito hasta hace sólo un par de semanas: formando parte del escaparate. Es una experiencia curiosa permanecer sentado, esperando, observando, viendo pasar ante tus ojos expectantes a cientos de anónimos lectores que pasean su curiosidad de caseta en caseta, de famoso en famoso, con su bolsa oficial portando quizá un ejemplar o dos (aunque dicen que este año han subido las ventas ¡casi un 10%!), a la caza de firmas más interesantes que las de este escritor en ciernes y su socio fotógrafo. Un par de novatos con el boli presto y la mirada suplicante —acechante— ante cualquier potencial comprador que se acerque a la caseta 153 y realice el más mínimo amago de ojear tu libro y de desear, quizá, que lo inmortalices con tu ensayada dedicatoria: “Para Pilar, con afecto. Espero que estas historias te inspiren y te ayuden en los buenos momentos y en los más difíciles. Un abrazo. Pepe.”
 
Lo sorprendente es que las peticiones llegan. Con cuentagotas, pero llegan. Y te llenan. Un extraño gozo recorre tu médula de arriba abajo cuando, después de firmar tu primer ejemplar a una señora de lo más amable y agradecida —que lo quiere dedicar a su hija que está pasando por un momento delicado; ella y el marido están sin trabajo, ya sabes; y con dos niños pequeños…—, eres plenamente consciente del hecho en sí: ¡he firmado mi primer ejemplar en la Feria del Libro! El sacrosanto Olimpo donde firman todos esos dioses inalcanzables que venden libros por millardos, han escrito no sé cuántos best sellers o han ganado yo qué sé cuántos premios importantísimos. Y te sientes a un tiempo enano y gigante. Y te hinchas como un palomo del Retiro, que serán, con toda probabilidad, los más chulos de Madrid.

Pero acto seguido rebobinas. Y piensas en lo verdaderamente importante del hecho en sí. Piensas en esa señora, probablemente viuda, con una mísera pensión que ahora tendrá que estirar lo imposible para poder ayudar a su hija y a su yerno y a sus dos nietos, que lo estarán pasando dramáticamente mal. Y piensas que, en circunstancias tan terribles, ese libro, tu libro, va a llevar un soplo de esperanza, de optimismo, de coraje, de empatía, de superación a esa pobre familia, a través de las historias inspiradoras de Irene Villa, Nando Parrado, Pablo Pineda, Miriam Fernández, Marimar García, Albert Espinosa, Jaume Sanllorente, Rafa Nadal y los demás protagonistas de Lo Que De Verdad Importa. El libro.



El goteo de firmas continúa durante un par de horas. Amigos, familiares, desconocidos. Y se llevan un libro, dos, tres, cada uno dedicado a una persona cercana, supones; cada uno dedicado a una persona que tal vez lo necesite, o a la que simplemente le venga bien un poco de lectura edificante; alguien a quien quieren, eso seguro. Y piensas en lo acertado de la frase promocional que destella su amarillo huevo sobre el corazón blanquiazul de la portada: “Regala este libro a alguien que de verdad te importe”. Y eso lo resume todo.

Y vuelves una semana después, último domingo de Feria. Y la emoción palpitante del primer día se desboca ya de forma incontrolable. Porque ese día no sólo acudes a firmar, a observar y ser observado —o ignorado— desde el escaparate de la caseta 153. Ese día acudes a la Feria del Libro, al Olimpo de los dioses literarios, a presentar tu obra (ver resumen de la presentación) En el pabellón principal. Con público. Lleno total. Y piensas: “¡Bien, Pepe, aquí estamos; disfruta el momento porque es difícil —¿imposible?— que esto se vuelva a repetir.” Y disfrutas, ¡vaya si disfrutas! Pero no por estar ahí, sobre tan insigne estrado, ante un público previamente rendido —y algún curioso que no opone resistencia—, soltando el speach preparado, interiorizado y sentido de corazón. No. Disfrutas como un enano porque estás rodeado de gente a la que admiras profundamente: María Franco, directora general de la Fundación LQDVI y una inagotable fuerza de la naturaleza (humana); Pilar Cánovas, su inseparable cómplice de tantas hermosas batallas; Dani Losada, mi cómplice en esta historia, un tipo que logra retratar el alma de la gente a la que fotografía, aunque se encuentre de espaldas; Pablo Pineda, una montaña rusa emocional que te hace reír y llorar intensamente en el mismo minuto, un ejemplo de coraje, tesón y de sentido del humor como pocos; Miriam Fernández, guapísima, artistaza, gran comunicadora y permanente transmisora de sonrisas; Marimar García, siempre ahí, al pie del cañón, presta para lo que sea, aunque tenga el cuerpo paralizado de cuello para abajo; Fabiola, mujer de Bertín Osborne, madre coraje de Kike y alma generosa de las que da sin medir lo que da. Todos ellos protagonistas de las historias —vividas, reales— que se relatan en Lo Que De Verdad Importa.
 
Y culminando la mañana, camuflados entre el público, dos espectadores sorpresa, protagonistas reales de una de las historias más estremecedoras y conmovedoras que se han llevado al cine en los últimos años: María Belón y su marido Quique Álvarez, milagrosos supervivientes del tsunami que arrasó Tailandia en 2004 y para los que no existe “lo imposible”. Como tampoco para Jacobo Parages, protagonista de otra hazaña marítima con doble buena causa, que tampoco faltó a la cita (y del que escribiré largamente la semana que viene).

Una mañana mágica, inolvidable, y probablemente irrepetible. Y uno, al regresar a casa después del subidón emocional (y tras la frenética firma de libros a cuatro manos: Miriam, Pablo, Dani y yo), recostado en su vieja mecedora de lectura, a sólo un pasito del sueño sestero, piensa: “¡Qué suerte tienes, Pepe, qué suerte tienes! Desde que escribiste este libro no has parado de conocer gente buena.”  Y sí, eso es, al fin y al cabo, lo que de verdad importa.

viernes, 14 de junio de 2013

Aún tenemos remedio (cuando algo así conmueve a millones de personas).


Sucede a veces, en este mundo insensible y globalizado, que llega de pronto un nuevo fenómeno a través de Internet capaz de conmover a millones de personas de todo el mundo con una simple canción, o con una triste historia. El último protagonista de esta emoción global que ha llegado a mis lacrimales lo es por partida doble, pues tiene la canción y la historia, ambas igualmente conmovedoras. Su nombre es Sung-bon.




Sung-bon Choi es un chico corriente con apariencia corriente. Viste una sencilla camisa de cuadros y unos vaqueros cuando entra, cabizbajo, en el escenario del concurso televisivo Koreans Got Talent, arrastrando cada paso hasta llegar al micrófono. Sin mostrar expresión alguna en el rostro –ni nerviosismo, ni miedo escénico, ni alegría, ni tristeza, ni presión. Nada- saluda a los tres miembros del jurado inclinando la cabeza y cuenta su historia: “Tengo 22 años. He vivido en circunstancias muy difíciles –primer atisbo de emoción: se frota las manos, incómodo-. Cuando tenía tres años fui abandonado por mis padres en un orfanato y al cumplir cinco me escapé, para huir de los golpes y los malos tratos; durante diez años viví en la calle, solo, vendiendo chicles y bebidas energéticas. Dormía en las escaleras del metro, en los baños públicos. No fui al colegio, aprendí a leer por mi cuenta; el instituto fue mi primera escuela…”
     En los rostros del público, y en los del habitualmente cínico jurado, comienzan a asomar leves signos de emoción –un dedo que seca con disimulo el ojo humedecido, párpados que no osan pestañear, cierto tembleque en los labios-. Sung-bon prosigue su historia, su cara y su voz igualmente inexpresivas: “una noche, cuando estaba vendiendo chicles en un night club vi a una cantante en el escenario y quedé fascinado con su voz, con la sinceridad en su forma de cantar. Desde ese momento, yo también empecé a cantar.” No canta bien, dice, pero cuando lo hace siente como si fuera otra persona. Y disfruta, porque cantar es lo primero –lo único- que le ha gustado hacer durante sus 22 años de vida. No ha dado clases de canto, claro, simplemente escuchaba cantar y practicaba por su cuenta.
     Se apagan las luces, público y jurado permanecen atentos, expectantes. Se escuchan los primeros acordes de Nella Fantasia, el piano, los violines… y una perfecta voz de tenor, inimaginable en su rostro de niño, bellísima, potente y modulada, entona los versos escritos por Chiara Ferraù y musicados por el genio Morricone: “Nella fantasia io vedo un mondo giusto…” (“en mi fantasía veo un mundo justo / todo el mundo vive en paz y honestidad / Sueño con almas que son siempre libres / como nubes que vuelan”). El público ya no disimula y llora abiertamente, se pone en pie, aplaude, ovaciona al tímido Sung-bon; el solemne jurado se conmueve hasta el punto de no poder apenas emitir su veredicto: la emoción no deja salir las palabras “En estos momentos sólo deseo abrazarte”. No puede decir nada más.

Finalmente, Sung-bon pasa la prueba, y a la siguiente ronda del concurso. Se despide inclinando la cabeza, humilde y agradecido, y se retira del escenario. En el backstage, por fin, él también se deja llevar por la emoción. Sonríe, se relaja. Se abraza a los presentadores del programa (No tiene familia a quien abrazarse; no tiene amigos que lo hayan acompañado en el que, con seguridad, es el día más importante de su vida… hasta ahora). “Has hecho un buen trabajo, Sung-bon, estamos muy orgullosos de ti. Sigue con ello, lucha por tus sueños”. En espera de la siguiente ronda, se retira por el largo pasillo del estudio de televisión, caminando despacio. Solo. Aunque ahora menos: 50 millones de coreanos ya se han convertido en sus incondicionales fans, en rendidos admiradores de su pasión, de su voz y de su tesón. Y unos millones más, de todo el mundo, se han conmovido también con su actuación y con su historia a través de internet. Es sólo el principio de su fantasía.

 
Las coincidencias entre el joven coreano Sung-bon y el británico Paul Potts van más allá de haber interpretado Nella Fantasia y haber vivido su propia fantasía musical tras triunfar en un programa de televisión después de una vida de penurias. Es, sobre todo, su capacidad de conmover a través de la música. En el caso de Paul Potts, un tímido vendedor de móviles de enfermiza inseguridad, sonrisa imperfecta y mirada miope, el fenómeno sorprendente-emocional tuvo lugar en 2007, en el concurso Britains Got Talent. Después de cuarenta años soportando humillaciones y maltratos por su aspecto y por su pobreza, después de varios accidentes graves y largas enfermedades, después de tantas oportunidades negadas a su talento para triunfar justamente, el día que salió al escenario ante dos mil espectadores escépticos y un jurado directamente burlón, toda su vida pasada y trágica se borró en un instante.

En el momento en que su voz perfecta comenzó a cantar el primer verso del Nessum Dorma de Puccini, “Que nadie duerma…”, no sólo nadie se durmió, sino que, puesto en pie, el público en pleno ovacionó atronadoramente al tímido Potts, que continuaba impertérrito su impactante y sorprendente actuación. Cuando llegó al agudo final, “¡Al alba venceré!...”, público y jurado estaban ya absolutamente vencidos, estremecidos y conmocionados por ese huracán de voz con apariencia de soplo insignificante. “Toda mi vida me sentí insignificante, pero después de esa primera actuación percibí que soy alguien: ¡soy Paul Potts!” Hoy, ese vídeo es uno de los más vistos en la historia de Internet, millones de visitas de millones de personas que se siguen emocionando –y algunas directamente lagrimeando- al escuchar a ese tipo corriente de talento extraordinario al que, no sabes por qué, sólo de verle quieres desearle que todo le salga bien (y le va bien, ya ha vendido millones de discos).




La archiconocida historia de la Susan Boyle, la otra sorprendente triunfadora en el programa Britains Got Talent, en 2009, transcurre curiosamente al revés. Tras 48 años de vida tranquila y feliz, después de arrollar con su interpretación de I Dreamed a Dream (Les Miserables), su sueño cumplido se convirtió en pesadilla y el éxito inesperado acabó llevándola a un centro psiquiátrico por agotamiento y cansancio emocional. Parece que siguiera la letra de su propia canción: “Yo tenía un sueño donde mi vida sería muy diferente a este infierno donde vivo… ahora la vida ha matado el sueño que soñé”. Afortunadamente, el sueño ha vuelto a ser un sueño y la carrera de Susan Boyle un éxito que la ha llevado incluso a batir varios records en ventas, con debuts espectaculares, números uno en EE.UU. y Gran Bretaña y cifras que han superado a las mismísimas Lady Gaga y Beyoncé (cosa que es de celebrar por partida doble).

 
Y uno piensa, mientras seca disimuladamente su humedecida mejilla, que si la belleza es capaz de conmover con tanta intensidad a tanta gente en todo el mundo, es posible que aún tengamos remedio...