martes, 3 de enero de 2017

Leonardo da Vinci: genio de muchas almas



Leonardo Da Vinci fue un “hombre de muchas almas”, según expresión de la época. Fue, en efecto, muchas cosas y en todas puso el alma. Pintor, escultor, músico, arquitecto, urbanista, ingeniero militar, científico, anatomista, matemático, naturalista. Y también inventor fecundo y polifacético, precursor del automóvil, la bicicleta, el tanque, las cadenas articuladas, el batiscafo, la ametralladora y la aviación. Fue genio y hombre, perfeccionista y caótico, apasionado y curioso. Siempre artista. Y, ante todo, un enamorado de la vida.

Tal vez suene a tópico afirmar que Leonardo Da Vinci nació en el lugar adecuado y en la época propicia para desarrollar su infinita capacidad creadora. Pero así es. En el año 1452 Italia era un mosaico de ciudades-estado, pequeñas repúblicas y feudos bajo el poder de los príncipes o el papa. Todos ellos amaban dos cosas: la guerra y el arte. Así que hacían la guerra para conquistar poder y riquezas; y con éstas compraban el arte que hacía resplandecer aquél. El abono ideal para un genio renacentista. Un talento inusual, el de Leonardo, que su padre le descubrió de niño (cuando se topó con un dibujo de Medusa tan realista que casi le derriba del susto) y que potenció enviándole, a los 14 años, al taller de Andrea del Verocchio en calidad de aprendiz.
            A lo largo de seis años, aprendió del maestro todo lo que éste le pudo enseñar sobre pintura, escultura, técnicas y mecánicas de la creación artística. Cuando Leonardo abandonó el taller para comenzar su carrera como artista libre, el discípulo ya había superado al maestro. Tras unos años desarrollando sus habilidades en Florencia, en 1482 se presentó ante el poderoso Ludovico Sforza, dueño y señor de Milán, para quien trabajaría durante diecisiete años como “pictor et ingenierius ducalis”. Y aunque oficialmente su principal ocupación era la de ingeniero militar, sus proyectos abarcaron la hidráulica, la arquitectura, la mecánica, además de la pintura y la escultura.

Es en esta época cuando su verdadero talento artístico comienza a deslumbrar. Lo que él consigue, está más allá de su tiempo. Leonardo funde magia y técnica, razón y arte en una nueva y revolucionaria técnica: el sfumato. Difumina sombras y luz, disolviendo los contornos de los objetos con la atmósfera que los rodea. Esta alquimia prodigiosa de la luz nos descubre una realidad más poética, rebosante de sensibilidad, de vida y ciencia. Porque para él la belleza no se limita al arte. Como describe Dimitri Merezhkovski en su novela biográfica El romance de Leonardo, “Veía con el mismo goce la fuerza desarrollada por las máquinas, ruedas, palancas, resortes, correas, cilindros de hierro o engranajes, que la fuerza del Espíritu por la que se mueven los mundos”.
            Esta mezcla obsesiva de arte y ciencia lleva a Leonardo constantemente de un extremo a otro, sin orden aparente. Acaba de dibujar el rostro de la Virgen María en el momento de escuchar la anunciación del arcángel -su cabeza sutilmente coronada, la encantadora belleza de sus rizos, el misterio de sus ojos- y de pronto entra un criado gritando con excitado entusiasmo “¡Monstruos, meser Leonardo, os traigo monstruos!”. Y aparece con una pléyade de horribles mendigos que posarán a cambio de cena y vino. Y Leonardo deja de lado el bello rostro y se sienta con los monstruos, los observa con profunda y ávida curiosidad y, cuando ya borrachos muestran su peor expresión, toma papel y dibuja sus caras con el mismo lápiz que unos minutos antes acababa de retratar la divina sonrisa de la Virgen María. Y es que, para Leonardo, belleza y fealdad son las caras de una misma moneda: el arte, la ciencia. “Una gran fealdad es tan rara entre los hombres como una gran belleza; lo mediocre es lo frecuente.”

Leonardo es, ante todo, gran observador. (“Mira, instrúyete, observa para conocer la expresión de todos los sentimientos humanos” aconseja a sus discípulos). Con curiosidad casi matemática busca expresiones, reacciones, rostros, modelos; anota sus observaciones, dibuja, analiza. Llena cientos de cuadernos (códices) con bocetos, ideas y escritos que siglos más tarde nos acercarán a la verdadera dimensión de su genio. Pero su trabajo es caótico, de tan prolífico. Lo quiere abarcar todo y la mayoría de lo que empieza queda sin terminar. Se puede pasar días trabajando en la cabeza del apóstol San Juan, en La última cena, y cuando le queda el toque final se queda en casa estudiando el vuelo de los abejorros o las moscas; y examina la estructura de sus alas tan profundamente que descubre que las patas traseras les sirven de timón: un hallazgo que aplicará a su máquina voladora. De seguido, se olvida de la mosca y se vuelca en un escudo para la Academia Milanesa de pintura. A veces, durante días observa y dibuja gatos, sus posturas y costumbres; o contempla con idéntica curiosidad los peces y otros animales acuáticos en una pecera. O el vuelo de un halcón cayendo en picado sobre su presa, movimiento que rápidamente dibuja en su cuaderno. Es diverso e inconstante (“genio del desorden”); y se asombra de todo, alegre y ávidamente, como un niño.

Sabe de todo y todo le atrae. Es capaz de planificar una ciudad para 35.000 habitantes con calles de dos alturas o proyectar un canal que une el río Ticinio con el Sesia para regar las praderas de Lomellina; puede diseñar un carro de combate con imposibles cuchillas o un ingenio mecánico que mide los segundos con asombrosa precisión; y también mostrar las proporciones del hombre perfecto o escudriñar sus músculos y huesos previa disección.

Pero su verdadera obsesión (y frustración) es volar. Y al diseño de una máquina voladora dedica largas horas de investigación y meditación. Curvado sobre su mesa de trabajo, hundido en sus pensamientos, acariciándose con sus finos dedos y gesto lento su larga barba ondulada, observa a través de la ventana el vuelo de una golondrina: “¡qué fácil, qué sencillo!” se maravilla, acompañándola con la mirada, envidioso y triste; luego contempla en su cuaderno el gigantesco esqueleto de murciélago de su último intento y se pregunta si lo logrará algún día. Su ayudante ejerce de piloto de pruebas; sube al tejado, se coloca alrededor del cuerpo vejigas de buey y cerdo para no romperse los huesos, levanta las alas y, empujado por el viento, vuela escasos metros, agita los pies en el aire y cae verticalmente sobre un montón de estiércol, reventando todas las vejigas con gran estrépito. “¡Esta máquina nos conducirá a todos a la ruina!” exclama, cuando logra sacar la cabeza del pestilente montículo.

Hacia 1499 su protector, Ludovico, pierde el poder y Leonardo regresa a Florencia tras 20 años de ausencia. Allí entabla amistad con Maquiavelo y trabaja para César Borgia y su desmesura guerrera. Continúa pintando, por libre y por encargo, y continúa también dejando obras inconclusas (La batalla de Angheri). No es el caso de su pintura más sublime, perfecta y querida. A lo largo de tres años, en las tardes brumosas de luz tenue, el maestro prepara con desacostumbrado mimo pinceles y pinturas en espera de la hora (“hoy la luz y las sombras parecen hechas para su rostro”); invita al estudio a los mejores músicos, cantantes y poetas para distraer y evitar el aburrimiento de la dama, una mujer de unos 30 años, vestida con un traje sencillo y oscuro, un ligero velo transparente que baja hasta la mitad de la frente. Es monna Lisa, la Gioconda; hija de Antonio Gerardini y esposa de Francesco di Giocondo.
Leonardo ha pasado ya la cincuentena, pero se impacienta como un niño en espera de su premio del día. Cuando llega, piensa que la viviente monna Lisa le parece menos real que la retratada en el lienzo. Tal es el grado de perfección que ha logrado otorgar a la pintura. Lo esencial del parecido reside menos en los rasgos del rostro que en la expresión de los ojos y la sonrisa. Una sonrisa que ya había reflejado en su Eva, y en el ángel de la Virgen de las Rocas, y en Leda y en muchos otros rostros femeninos antes de conocer a la Gioconda; como si toda su vida, en todas sus creaciones, hubiera buscado el reflejo de su propio encanto y lo hubiese encontrado al fin en el rostro de la monna Lisa. Una sonrisa llena de misterio, serena, semejante a un agua tranquila y transparente; y al mismo tiempo irreal, lejana, extraña. Una sonrisa que se refleja en el alma del propio Leonardo. Igual que su mirada.

Sus años finales los pasa Leonardo en Amboise como “pintor, ingeniero y arquitecto oficial” del rey francés Francisco I. Se lamenta de la dispersión de su obra, de la multitud de proyectos inacabados. Trata de concluir sus estudios para construir una máquina voladora, con la esperanza de que la creación de las alas humanas salvaría y justificaría toda la labor de su vida. Se entrega a la tarea con tenacidad, sin pensar en la muerte, dominando la enfermedad; olvidándose de comer y dormir, pasa noches enteras haciendo cálculos y dibujos. Pero el agotamiento acaba por minar sus fuerzas. El 23 de abril de 1519, sábado de Pasión, manda llamar a un confesor y a un notario, para quedar en paz con Dios y con el mundo.
Escasos días después, en la mañana del 2 de mayo, ante Fray Guillermo y su discípulo Francesco Melzi, su corazón deja de latir. Su rostro conserva esa expresión de serena y profunda atención que Leonardo mostraba con tanta frecuencia. Recibe sepultura en el convento de San Florentino, aunque pronto su tumba –y su memoria- fue quedando olvidada en el tiempo. Su fiel Francesco escribió: “Creo que todos deben afligirse por la pérdida de un hombre tan extraordinario como no volverá a haber jamás. ¡Dios mío, concédele eterno reposo!”


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