miércoles, 26 de diciembre de 2012

La Nochebuena en que nació "Noche de Paz"


Si hay una canción que ha trascendido a la historia, a las guerras, a las culturas, a las creencias y a las lenguas de todo el mundo es, sin duda, “Noche de Paz”. Un villancico que se escribió en alemán y hoy se canta en más de 300 idiomas; una historia que nació en una remota parroquia alpina y hoy se celebra en los cinco continentes. Un milagro de la Navidad, sin duda.

 

Sucedió el 24 de diciembre de 1816. El joven párroco alemán de Mariapfarr, un pueblo perdido en los Alpes austriacos, leía, en la soledad de su despacho, la Sagrada Biblia. Mientras los habitantes de las aldeas cercanas descendían por la montaña portando antorchas y entonando villancicos, el padre Joseph Mohr preparaba el sermón de la Misa de Gallo. Trataba de inspirarse en el relato del anuncio del ángel a los pastores (“…hoy os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador…”) cuando escuchó que alguien golpeaba su puerta con insistencia. El sacerdote abrió; una vecina del pueblo venía a avisarle de que había nacido un niño en la casa del carbonero, un miserable chamizo en lo alto de la montaña, y que la familia rogaba que fuera a bendecir a la criatura. El padre Mohr no lo pensó ni un minuto, cogió una antorcha y acudió a la llamada de su grey, desafiando al frío helador y a la oscuridad de la noche.

 

La estampa que allí contempló conmovió profundamente al sacerdote: el recién nacido, envuelto en una áspera manta, dormía plácidamente en brazos de su madre, a la luz del fuego; ambos, protegidos por la mirada tierna y agradecida del carbonero. El padre Mohr bendijo al bebé y a sus padres y emprendió el camino de regreso; mientras descendía, inspirado por la escena que acababa de contemplar, recordó el pasaje de la Biblia que había leído unas horas antes (“…hoy os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador…”) y pensó que el nacimiento del hijo del carbonero era un maravilloso milagro de la Navidad.

 

Aquella noche, una vez finalizada la Misa de Gallo, el padre Mohr no durmió. Los feligreses ya se alejaban con sus antorchas montaña arriba, formando un luminoso y gigantesco árbol de Navidad, pero el sacerdote permaneció sentado frente a su escritorio, bajo la tenue luz de las velas, tratando de traspasar al papel las emociones que lo abrumaban. Con las primeras luces del alba, filtrándose ya el sol entre las montañas, lo que tenía ante sus enrojecidos ojos era una cancioncilla, rebosante de sencillez y luminosa profundidad a un tiempo, que comenzaba Stille Nacht! Heilige Nacht! (¡Noche tranquila!, ¡Noche sagrada!). Un año después, Mohr fue trasladado a Oberndorf, una pequeña ciudad cercana a Salzburgo (donde él nació), en la que conoció a Franz Xaver Gruber, maestro de escuela, músico y organista. El 24 de diciembre de 1818, ambos amigos improvisaban una velada navideña en la parroquia; Mohr rescató la poesía que había escrito en las montañas y Gruber la dotó de música, componiendo una melodía para dos voces y guitarra (se había estropeado el órgano), y convirtiéndola en una preciosa canción, con reminiscencias del folklore austríaco. Esa misma Nochebuena de 1818, en la iglesia de San Nicolás de Oberndorf, se interpretó por primera vez el villancico más popular de todos los tiempos, que hoy se canta en todo el mundo cristiano, en todas las parroquias, en todos los hogares, en todos los corazones.

 
 

Una noche de paz en la guerra

También un 24 de Diciembre, el de 1914, durante la llamada Tregua de Navidad que tuvo lugar en el frente occidental entre las tropas alemanas y británicas, “Stille Nacht”/“Silent Night” fue cantada simultáneamente en alemán y en inglés, ya que era el único villancico conocido por los soldados de ambos frentes. Esa Nochebuena no se disparó ni una sola bala. Otro pequeño, o gran, milagro de la Navidad.

lunes, 3 de diciembre de 2012

Lo que de verdad importa. El libro de tu vida.


Cuando hace seis años María Franco, Carolina Barrantes y Pilar Cánovas inauguraron el primer congreso de Lo Que De Verdad Importa (una hazaña fruto de meses de duro trabajo e inagotables dosis de ilusión) no podían imaginar siquiera en qué se iba a convertir su ‘criatura’. La idea era maravillosamente simple, e inédita: hacer llegar a los jóvenes testimonios vivos y reales de personas vivas y reales, contadas en primera persona y en riguroso directo, y con una potente carga de profundidad en valores. Impactantes lecciones de vida –de amor, sacrificio, superación, esfuerzo, optimismo…- que sacudieran sus mentes con fuerza, hondura y clara voluntad de permanencia. Hoy, esa fiesta emocional cumple seis años sacudiendo a miles de jóvenes de toda España, y ahora también de Latinoamérica, a través de las valiosas experiencias de seres humanos extraordinarios, que han descubierto lo que de verdad importa en la vida. Y cuya sana voluntad es ayudarnos a los demás a descubrirlo.
Los últimos, por ahora, este pasado viernes en el Palacio de Congresos de Madrid: la complicidad extraordinaria y generosa de Philippe Pozo di Borgo y su “diablo de la guarda”, Abdel Sellou, los verdaderos protagonistas de la película Intocable; y la brutal lección de fortaleza y amor de Anne-Dauphine Julliand y su marido Loïc, que perdieron a su hija Thäis a los “tres años y tres cuartos” por una cruel enfermedad degenerativa, pero decidieron llenar sus días de vida, ya que no podían llenar su vida de días. Lo mismo que con su segunda hija, Azylis, que padece la misma enfermedad congénita y a la que Anne-Dauphine se negó a abortar; ha cumplido 6 años absolutamente llenos de vida. Y de amor.


Dieciocho dosis de optimismo
Dieciocho de estas experiencias vitales, que han pasado por los diferentes congresos de Lo Que De Verdad Importa desde su nacimiento, han tomado ahora forma de libro precisamente para poder llevar esos valores universales más allá de los congresos y de los jóvenes; esto es, a toda la sociedad. El objetivo, sacudir conciencias y obligarnos, siquiera un poco, a replantearnos nuestra propia escala de valores. Un libro que he tenido el privilegio de escribir para la Fundación LQDVI y que está predestinado a hacer mucho bien.
“Lo que de verdad importa son los sueños; si crees en los sueños, ellos se crearán”, nos dice Albert Espinosa, que vivió desde los 14 a los 24 años en un hospital para niños con cáncer; allí aprendió a ser feliz a pesar del durísimo tratamiento, de su pierna amputada y de su inocencia prematuramente perdida. Bernard Offen sobrevivió a cinco campos de concentración cuando era niño; siete décadas después quiere que no olvidemos aquel horror y nos enseña que valorar a todas las personas, próximas o lejanas, es la única forma de no repetir los mismos errores. Bertín Osborne reconoce que el día que nació su hijo Kike, con una grave lesión cerebral, fue el más duro de su vida; pero, a partir de ahí, nunca se ha sentido tan feliz ni tan digno: “ahora me puedo mirar al espejo y sentirme orgulloso de lo que veo”.
 



Bosco Gutiérrez Cortina aprendió, a lo largo de los 257 días de su secuestro, que nunca estuvo solo; junto a él permanecieron siempre su familia y su inquebrantable fe, que le permitieron mantener la cordura. El rapero Haze, en cambio, sucumbió a las malas compañías tratando de huir de la pobreza que le tocó en suerte; hoy, triunfador, dedica gran parte de su vida a llevar un poco de esperanza a los marginados. Como Shane O’Doherty, que fue el primer terrorista del IRA en pedir perdón a sus víctimas y la disolución a sus compañeros, y ahora cuida a los indigentes de Dublín. Irene Villa y su sonrisa nos enseñan que sí, que “se puede”; y que hay que mirar hacia delante, siempre, sin excusas. Como Jorge Font, parapléjico y ocho veces campeón del mundo de esquí acuático. Como la cantante Miriam Fernández, nacida con lesión cerebral, y ganadora del concurso ‘Tú sí que vales’; o el emprendedor Pau Garcia-Milà, que con apenas 18 años venció a los gigantes informáticos de Silicon Valley.


O como Kyle Maynard, a quien nacer sin brazos ni piernas no le impide atarse los cordones, ser campeón de lucha libre contra personas ‘enteras’, teclear 50 palabras por minuto en el ordenador o subir al Kilimanjaro sin ayuda. Nando Parrado también salió por su propio pie de su tumba de roca y hielo en los Andes, empujado por una férrea voluntad y el único deseo de vivir para poder abrazar a su padre. Jaume Sanllorente y Paco Moreno dejaron una vida cómoda y exitosa en España para vivir por y con los más necesitados, los desheredados del mundo, en los barrios de chabolas de Bombay o en la región más desértica de Etiopía. La lucha de Pablo Pineda, en cambio, está aquí: su permanente reivindicación de ser tratado como una persona normal (“¿De qué me sirve ser el primer síndrome de Down licenciado de Europa si no me dan trabajo?”).
Para William Rodriguez, lo que de verdad importa es hacer lo moralmente correcto, aunque esté en juego tu propia vida; lo demostró en las Torres Gemelas, salvando a decenas de personas mientras desafiaba a su propia muerte. Para Toni Nadal, es poner toda tu ilusión en lo que haces y estar contento con lo que te ha tocado vivir. Y para Marimar García, tetrapléjica, periodista y vitalista empedernida es disfrutar la vida y regalar tu sonrisa a los demás.
 
 
Estos son los valores que contiene este libro único y necesario (y que va camino de su 4ª edición). Único por sus protagonistas extraordinarios, reunidos por primera vez todos juntos entre dos solapas; y único por su cuidado formato, editado con mimo por Lunwerg, prologado por el mismísimo Rafa Nadal y repleto de vibrantes fotografías, muchas de ellas inéditas (cedidas por los propios protagonistas o realizadas por el fotógrafo Daniel Losada, que ha sabido retratar maravillosamente la belleza exterior y el espíritu más íntimo de cada uno de ellos).
 
Y necesario porque es un verdadero chute de optimismo, esperanza y agitación interior, en dieciocho generosas dosis directas al corazón. Dieciocho conmovedoras lecciones de vida que nos van a obligar a reflexionar y nos van a ayudar a descubrir lo que de verdad importa. Un maravilloso regalo, para hacerse y para hacer, que puede cambiar más de una vida.
 
La tuya, por ejemplo.


 

lunes, 22 de octubre de 2012

El discurso de Mariló. Educación y Sentido común.

Ya estamos otra vez a vueltas con la Educación, la Escolarización, la Inmersión, la Españolización, las huelgas maniqueas y demás superficiales cuestiones de una Ley de la Enseñanza que nunca acaba de llegar y suele terminar enterrada antes de nacer. Y otra vez nos olvidamos de lo realmente importante, que no es otra cosa que educar a las nuevas generaciones, no para que sepan más que nosotros, sino para que sean mejores que nosotros. Cuestión, por cierto, de la que los políticos se olvidan con inconsciente insistencia. Prefieren mantener sus manejos presentes que propiciar a sus hijos (y los nuestros) un futuro con posibles.
 
Lo bueno del principio de curso es que a uno le vuelven a recordar esas lecciones de vida fundamentales que los políticos nunca aprendieron o pronto olvidaron. Y no solo en lo que concierne a los hijos, sino sobre todo en lo que nos concierne a cada uno de nosotros, los presuntamente adultos. Es lo que hizo Mariló, la genuina Mariló, la sabia, certera y directísima Mariló, en la presentación del curso de mis hijos. En realidad, es lo que Mariló lleva años haciendo, presentación tras presentación, sin apenas variar una coma. Porque hay valores que no cambian con el tiempo, lecciones que enseñan con idéntica eficacia a generaciones tan dispares como la de nuestros padres, la nuestra o la de nuestros hijos. Son lecciones que se aprenden, básicamente, con eso tan menospreciado en estos tiempos absurdos como es el sentido común; hoy, si no proscrito, sí al menos condenado al sótano de lo políticamente incorrecto.
 
Sentido común a raudales es lo que desbordaban las palabras de Mariló en el salón de actos del colegio el pasado lunes. Cuestiones tan políticamente incorrectas como que los padres somos el espejo en el que se miran los hijos, que sólo se puede educar con el ejemplo y que hacerlo –y hacerlo correctamente- es nuestra responsabilidad, como apunta el doctor Enrique Rojas en labios de Mariló. No es fácil educar a nuestros hijos en este mundo hiper permisivo, de caprichos concedidos por decreto filial y sin lugar para el traumático ‘no’. Ni lo es tampoco en un mundo de ídolos forjados en oro falso, sin valores, sin sustancia, ya sea en el deporte, la música o la televisión; y especialmente en la política. Un clarísimo ejemplo de mal ejemplo, para nuestros hijos y para nosotros mismos.
 
No nos preguntemos qué mundo dejamos a nuestros hijos, sino qué personas dejamos a este mundo, suele decir Leopoldo Abadía (y también nos lo recordó Mariló), porque ellos son los que lo van a heredar y, tal como van las cosas, los que van a tener que pagar todas nuestras deudas. Por eso debemos educarlos bien, enseñarles lo correcto, no lo fácil; afianzarlos en esos valores que no son precisamente los que rigen hoy los designios del mundo en general y de España en particular.
Por ejemplo, a valorar la verdad y asumir la responsabilidad de sus actos y de sus palabras. Si a esas edades mienten impunemente, qué no harán cuando elegir entre la verdad y la mentira suponga un puesto, un negocio o un millón de votos.
A respetar lo que no es suyo, a no coger, dañar o perder aquello que no les pertenece. Aprender a respetar lo del otro es también aprender a respetar al otro.
A ser honrados. Honestos con su trabajo, con su esfuerzo, con sus capacidades. Que el éxito no es lo fácil, que el logro requiere sacrificio.
A desmitificar el culto al cuerpo, a lo material, a lo superficial y pasajero. Y contrarrestarlo cuidando más el mundo interior; ayudarles a ser más fuertes por dentro. Y eso se consigue utilizando más a menudo el ‘no’. La pena no educa; y el ‘no’ no trauma.
A estimular lo positivo, el ‘tú puedes’ antes que permitirles caer en el ‘no puedo’, o el ‘no sé’. Si se rinden a la primera dificultad van a estar no pudiendo hacer miles de cosas a lo largo de su vida.
Ayudarles a valorar lo que se es por encima de lo que se tiene. Origen de muchos de los males que aquejan a esta sociedad que les ha tocado vivir.
Fomentar la integración, la atención a la diversidad, algo tan sencillo y tan olvidado como el amor al prójimo, no importa cuál sea su presunta diferencia.
 
Enrique Rojas afirma que educar es convertir a alguien en persona, pero Mariló nos recordó que es algo más: convertir a alguien en buena persona. No sólo proporcionar información y criterio, sino también valores para discernir lo que está bien y lo que está mal. Y obrar en consecuencia. Simplemente. Pero no olvidemos lo fundamental: los padres educan más por lo que hacen que por lo que dicen, son los primeros modelos de identidad, la ejemplaridad que forjará su carácter y guiará su conducta.
 
Si los próceres que manejan el mundo –políticos, sindicalistas, banqueros, empresarios…- se guiaran por las sencillas pautas de Mariló (verdad, respeto, honradez, autoestima, integración… ¡sentido común!), ¿no creen que el mundo sería más llevadero? Pues en nuestras manos está. Nos toca educar a las personas que en pocos años van a tomarnos el relevo; aún podemos elegir que sean mejores que nosotros.

lunes, 1 de octubre de 2012

Lo que de verdad importa con Kyle Maynard

Esta semana toca hablar de lo que de verdad importa. Porque esta semana he conocido a unos cuantos seres humanos excepcionales y he compartido con ellos una de esas experiencias que te hacen replantearte tu vida de arriba abajo; o al menos una gran parte de esas cosas que ayer creías importantes y hoy descubres que no tanto. Incluso menos.
 
Y es que no puedes compartir un desayuno con Kyle Maynard mano a mano (es un decir, porque Kyle no tiene manos, ni brazos, ni piernas) y pensar que no te vas a replantear unos cuantos valores. Ni puedes escuchar su historia junto a 1.400 jóvenes absolutamente conmocionados y creer que eso no te va a sacudir el corazón con la potencia de una batidora tamaño 4x4. Ni puedes haber charlado con él -delante de un vino y unas croquetas- de lo humano y de lo divino, de Hopper y los Stones, de los veteranos de guerra y la Rioja sin tener la certeza de que esa conversación la vas a llevar grabada a fuego el resto de tu vida. Sencillamente, no puedes. Porque Kyle es de esas personas que te abre los ojos, el corazón, el alma a lo que de verdad importa.

Un bebé que nació sin piernas y sin brazos por una broma del destino, pero que el destino compensó concediéndole una familia a años luz de la media; un niño que creció aprendiendo a vivir en un mundo que no estaba hecho precisamente a su medida (tardó una hora en ponerse el primer calcetín, a los 14 años; hoy lo hace en 20 segundos); que luchó hasta la extenuación por no sentirse limitado y logró romper bastantes más límites que cualquier persona ´entera´; tan entera, por ejemplo, como los atletas de lucha libre a los que se ha enfrentado –y vencido- en decenas de campeonatos desde sus años escolares hasta hoy. Un tipo que el pasado invierno ascendió al Kilimanjaro (5.895 metros de frío, nieve y rocas) sin asistencia ninguna pero con una poderosa excusa: los héroes de guerra mutilados; que sube y baja escaleras con asombrosa agilidad, que saca un bombón de la caja o escribe un sms en el Smartphone con una facilidad pasmosa. Un tipo entrañable, humilde, divertido, culto, generoso, cercano, capaz de atender tras su conferencia a cien colegiales ("Una foto Kyle", "¡Dos besos!", "¿Me firmas un autógrafo, por favor?" "¿Saltas con nosotras?") sin perder la paciencia ni la sonrisa. Un tipo sin piernas y sin brazos pero con un corazón inabarcable, tan inmenso como el Auditorio de Zaragoza.


Sí, el pasado jueves conocí a Kyle Maynard, unas horas después de que se metiera en el bolsillo a Pablo Motos y a media España desde el plató de El Hormiguero. Compartí unas horas increíblemente enriquecedoras con él en Zaragoza (y con el genio emprendedor y divertidísimo de Pau Gª Milá), en el primer Congreso de Jóvenes con Valores de este año 2012 (aún quedan siete más); un congreso mágico, imprescindible y absolutamente único; una sacudida emocional que desde hace 6 años organiza la Fundación Lo Que De Verdad Importa por obra y gracia (y toneladas de trabajo y desbordantes dosis de ilusión) de un equipo de "locas" que encabeza María Franco y secundan heroicamente sus fieles Carolina, Pilar, Jess, Ana, Ale, Romi, Marta… Ellas han ido mostrando a miles de jóvenes de toda España los ejemplos vivos, los testimonios reales de personas como Irene Villa, Nando Parrado, Pablo Pineda, Toni Nadal, Miriam Fernández, Paco Moreno, Haze o Albert Espinosa (el exitoso creador de la autobiográfica Pulseras Rojas, que también nos emocionó en el congreso de Zaragoza). Gentes que han superado retos inimaginables, cordilleras insalvables para cualquiera de nosotros y que nos ayudan a ver, a través de sus experiencias vitales, lo que de verdad importa. Familia, amigos, entrega, sonrisas, esfuerzo, amor, optimismo… esas pequeñas cosas que ensanchan una vida que no está en nuestra mano alargar.

Historias que van más allá, mucho más allá, de las miserias de cada día, esas que llenan los diarios, las radios y las televisiones de gigantesco vacío. Historias que, por cierto, muy pronto se convertirán en noticia. Estén atentos a este Mar de Fondo. Y a la web de Lo Que De Verdad Importa (y sepan que cuando entren, Rafa Nadal, orgulloso presidente de honor, les dará la bienvenida).

 

jueves, 31 de mayo de 2012

Fin de curso. Entre la excelencia y la bondad.


La educación, como todo, es una cuestión de prioridades: ¿queremos que nuestros hijos sean los más estudiosos, los más listos, los más deportistas, los más bilingües, los más triunfadores…? ¿O preferimos que, ante todo, sean buenas personas? De esta (fácil) elección dependerá su futuro. Y el nuestro.




Escena 1: Fiesta Deportiva del colegio. Los niños de 3º de Infantil se preparan para correr un pequeño cross, rodeados de orgullosos padres que corren (más que los propios niños) de un lado a otro del “circuito” para sacar la mejor foto o grabar la mejor escena de vídeo, mientras lanzan vítores a sus héroes menudos. Se da la salida y todos salen en mini estampida, en busca de las medallas, corriendo con el esfuerzo y con la ilusión de los campeones. Con el mismo esfuerzo y la misma ilusión que Luis, aunque vaya el último. Será porque Luis tiene el síndrome de Down, y nunca podrá aspirar a una medalla. De repente, dos niñas de Primaria saltan la cinta que separa al público de los corredores, cogen a Luis cada una de una mano, y lo llevan casi en volandas hasta la meta. La cara de Luis es todo un poema, mezcla de risa, sorpresa, exaltación y emoción sin límites. Como la de sus padres. Como la de todos los padres que vemos la escena, algunos tan emocionados que tratan (tratamos) de ocultar una lagrimita tras la cámara de vídeo.

Escena 2: Función de Fin de Curso. Los niños de 1º de Infantil, disfrazados de enanitos de Blancanieves embelesan a padres (cámara en ristre) y profesores con su interpretación magistral. Gran actuación. Aplausos y babeo generalizado. Empieza el segundo baile. A ritmo de Summertime Blues, parejas de pequeños vaqueros marcan los pasos del baile country con más o menos estudiada precisión. También Susana, en su silla de ruedas automática, gira hacia un lado y otro siguiendo el ritmo, perfectamente acompasada con su pareja. A un padre se le va el zoom de la cámara de vídeo directamente a la escena, y piensa: “Ésta sí que es una magnífica actuación.”

Escena 3: Último partido de la Liga de Minibasket Interescolar. El equipo de 4º de Primaria se juega el primer puesto contra un potente rival; ahora van segundos, y si ganan este partido ganan el Campeonato frente a otros nueve colegios. Después de una hora de magnífico juego en la cancha, guiados por la sabia disciplina de David (el único entrenador del torneo que no vocifera),  y emoción sufriente en la grada, el equipo gana por más de 20 puntos. La alegría es incontenible. Todos han jugado fantásticamente, Jaime, Pepe, Guzmán, Nacho, Íñigo, Borja… y Miriam, claro. Miriam tiene Síndrome de Down y le encanta el baloncesto. Ha jugado todos los partidos del campeonato (para eso se ha apuntado al equipo, para jugar) y, aunque no ha metido ninguna canasta, ha sido esencial para que su equipo gane. Y no sólo al baloncesto. Obvia decir que el resto de equipos -como sus respectivos colegios- no contaban entre sus seleccionados a ningún jugador con síndrome de Down. Es de suponer que por competitividad.

Escenas como estas se repiten cada fin de curso, y a lo largo de todo el año, en el colegio de mis hijos. Y, la verdad, es un consuelo. Vivimos tiempos difíciles para la educación -en su sentido más amplio- de nuestros hijos. No porque sean especialmente complicados (los tiempos y los hijos), sino porque los hemos hecho así. La publicidad te dice “Lo mejor o nada”, o “Nacido para ganar”; la televisión te enseña a triunfar a cualquier precio (moral y económico); los padres quieren ser vistos en coches grandes y caros, prosperar en sus trabajos como sea, ascender a pesar de quien sea, ser más que los demás, ganar más que los demás; y que, sobre todo, se note. Y claro, los valores que hoy les enseñamos a nuestros hijos (y que ellos ven en nosotros, su espejo) pasan por ser el número uno en todo, estudiar mucho hoy para ganar mucho dinero mañana, aspirar a ser el mejor deportista del colegio, ganar medallas y premios de estudio, ser cien por cien competitivo, adelantar a los demás, aunque sea pasando por encima; buscar la excelencia a toda costa… en definitiva, ser el mejor. Porque si no, no hay futuro.

Afortunadamente todavía hay quien piensa que es preferible enseñarles a “ser mejor” y no tanto a “ser el mejor”. Ayudar al que se queda atrás, apreciar por encima de las diferencias, celebrar el esfuerzo más que el logro, integrar al que es especial ("no somos discapacitados, simplemente tenemos capacidades distintas"). Y por supuesto, estudiar, y sacar buenas notas, y saber idiomas, sí, y labrarse un futuro de éxito (aqunque habría que definir primero el concepto ‘éxito’). Pero estamos en unas edades en las que hay que priorizar: crear grandes personajes o hacer buenas personas; ir siempre por delante, o pararse a animar al que se queda atrás; perseguir la excelencia académica o buscar la excelencia educativa.

Lo dijo Beethoven: “El único símbolo de superioridad que conozco es la bondad”. Hay colegios que lo tienen muy claro. Colegios como el Sagrado Corazón de Chamartín y otros cuantos más (no muchos) en los que hay alumnos de integración en cada clase (Down, autismo, parálisis física, deformaciones, retraso), que comparten aula, juegos, deportes y cumpleaños con sus compañeros, y que son tratados por éstos con respeto, cariño y comprensión; y también con normalidad. Que les ayudan, les apoyan y les hacen sentirse queridos (“No os podéis imaginar cómo agradezco a toda la clase lo bien que se han portado con Íñigo” dijo emocionada la madre de Íñigo, autista, a los padres de Pablo tras dos años de compartir clase). Colegios que, además de formar excelentes estudiantes, forman excelentes personas. Algo que, seguro, se notará el día de mañana. Dios sabe cuánto lo estamos necesitando.



viernes, 25 de mayo de 2012

¡El circo ha terminado!

Son malos tiempos, es cierto. Pero no son los peores. Otros vivieron tiempos más difíciles, más duros, más terribles (guerra, hambre, miseria, destrucción). Pero tenían otra mentalidad, una visión diferente de lo que es la vida, o lo que debiera ser. Y trabajaron duro para construirla. Nosotros, en cambio, nos limitamos a quejarnos. Clamamos al cielo por estos malos tiempos que nos ha tocado vivir y no somos conscientes de que hemos sido nosotros quienes los hemos hecho malos. O peores. Rechinamos los dientes por la herencia recibida y somos incapaces de reconocer que somos los únicos culpables de haberla dilapidado. Estúpidamente. Inconscientemente. Como auténticos nuevos ricos, malcriados y descerebrados.

“¿Quiénes son los pobres? Los nietos de los ricos” nos restriega un viejo aforismo castellano. No siempre es cierto, porque nuestros padres no fueron ricos pero nuestros hijos sí son cada vez más pobres. No fueron ricos, nuestros padres, aunque sí prósperos. Salieron de la miseria tras una guerra autodestructiva y levantaron un país con sus manos, con su sangre, con su esfuerzo; con una mentalidad de honradez y austeridad, de trabajo y ahorro, de comprar cuando hay y no gastar cuando no hay. Simplemente. De cuidar que sus hijos vivieran mejor de lo que vivieron ellos, de darles lo que ellos nunca tuvieron. Cosas tan simples como ir a la universidad, tener vacaciones o comprarse un coche antes de los treinta.

Lo expresa magníficamente Fernando Sánchez Salinero en un artículo que llegó hace poco a mi email y me obligó a reflexionar. La generación que construyó España es su título y dice verdades como ésta:

«Son gente que veían el trabajo como una oportunidad de progresar, como algo que  les abría a un futuro mejor, y se entregaron a ello en condiciones muy difíciles.  Son  una  generación  que compraba las cosas cuando podía y del nivel  que  se  podía  permitir, que no pedía prestado más que por estricta necesidad, que  pagaban sus facturas con celo, y ahorraban un poco “por si pasaba  algo”, que gastaban en ropa y lujos lo que la prudencia les dictaba y  se  bañaban  en  ríos  cercanos,  disfrutando  de  tortillas de patata y embutidos, en domingos veraniegos de familia y amigos. Y  tan  sensatos,  prudentes  y trabajadores fueron, que constituyeron casi todas las empresas que hoy conocemos, y que dan trabajo a la mayoría de los españoles. Sabían  que  el  esfuerzo  tenía recompensa y la honradez formaba parte del patrimonio  de  cada  familia.  Se podía ser pobre, pero nunca dejar de ser honrado.»

Lo mismito que hoy, vamos.

Hemos sido -seguimos siendo- un país de nuevos ricos (a nivel particular e institucional) que hace tiempo hemos perdido el sentido común y arruinado, literalmente, la herencia de nuestros padres. Los míos, por suerte, me enseñaron austeridad; que el lujo era, en efecto, un lujo y que se disfruta mejor en pequeñas dosis; que había que sacar buenas notas para recibir premio y que, en la vida, el esfuerzo es el único camino para ganarse la recompensa, aunque esta no sea siempre justa; que hay que trabajar duro, pero también estar en casa y dar a nuestros hijos algo (o mucho) de ese tiempo que no tenemos; que somos unos privilegiados, y hay que devolver el favor de lo que nos han regalado ayudando a los que no tuvieron tanta suerte (que cada vez son más); que lo importante no es el coche, sino quien lo conduce, y que vestir bien no significa vestir de etiqueta (o sea, enseñando bien la etiqueta); que siempre quedan agujeros para apretarse el cinturón un poquito más, y no pasa nada si este mes no se sale a cenar; que no es cutre llevarse las palomitas al cine desde casa si eso significa poder ir al cine; que la dignidad de cada uno está en darse a los demás (a los tuyos y a los otros); que el éxito es un concepto muy relativo -y a menudo sobrevalorado- y que un pequeño logro es siempre una gran alegría; que la modestia es un valor, lo mismo que la generosidad, lo mismo que la honestidad, lo mismo que la bondad.

Me enseñaron que la verdadera riqueza está dentro de nosotros, no en nuestros bolsillos. Y que esta vida no es un fin, sino un medio. Que estamos aquí de paso y que lo mejor que podemos hacer es el bien. Que no somos más que el de al lado; y tampoco menos. Que el apellido vale lo que vale la persona. Que engañar es malo, que robar también, que la ambición es legítima pero ha de tener límites, y que ser honrado no es ser tonto, es ser honrado.

Y aunque a veces uno se pregunte si realmente merece la pena tanto esfuerzo para tan poco, si podía haber hecho más para ganar más viviendo menos, si estar dando a otros es estar quitando a mis hijos, o si es mejor seguir una vocación poco productiva que una profesión más generosa pero infinitamente más ingrata… entonces, miro hacia atrás y recuerdo lo que me enseñaron. Y pienso que sí, que estoy en el buen camino. Que en esta vida lo único importante, lo verdaderamente importante, es ser buena persona. Y hacer lo que se debe en cada momento. Punto.

Pienso que a todos nos enseñaron más o menos los mismos valores. El problema es que la mayoría de nuestra generación los ha olvidado y sustituido por conceptos como ‘ambición’, ‘codicia’, ‘dinero’, ‘éxito’, ‘imagen’. La consecuencia es que hemos quemado el futuro. El nuestro, seguro; el de nuestros hijos, depende de lo que les enseñemos a partir de ahora. Si es que hemos aprendido la lección. Hoy, más que nunca, resuena ese grito rabioso y culpable del carroñero Chuck Tatum (Kirk Douglas) desde lo alto de la colina en El Gran Carnaval (la obra genial de Billy Wilder): «¡El circo ha terminado!»




miércoles, 16 de mayo de 2012

Antonio Vega. Réquiem por un poeta que amó la vida más que a sí mismo.



Despierta ya, mira qué luz.
Tanto soñar con esa flor
Mezcla de sol y temporal,
El doble filo de un amor real.
Fuiste uno y uno y luego dos
Y al final llegaste a tu sueño sin adiós.

No creíste en más infierno que su ausencia.
Ni en castigo menos grave que una celda de amor.
Y buscaste solamente la sentencia
A cadena perpetua de su abrazo
¡Ay! al final de tu sueño sin adiós.
Nada envidia el Norte al Sur
En tu desordenada habitación.

Y el frío deja entrar al calor
Y lo oscuro deja paso al color
Y tu silencio nunca podrá ser total.
De tanto soñar tu mundo teatral
Nunca llegaste a ordenar tu habitación.

Despierta ya, mira qué luz
Allá donde te llevó la imaginación
Donde con los ojos cerrados
Se divisan infinitos campos,
En el sitio de tu recreo.
Allá donde se creó la primera luz
Donde sus manos acarician tu pelo
Y el silencio y la brisa alientan tu cordura
Allá, entre la nieve y el fuego,
Entre historias de mentira y no verdad
Esperas a que el anochecer
Se funda con la tarde y el amanecer.
Y recuerdas, entre espigas de sol y deseo,
El sitio de tu recreo,
Esperando la llegada de la suerte
Que te lleve, como un trozo de quemado papel,
Al sitio de tu recreo.

Ya nadie cerrará tu puerta
Si quieres entrar y salir.
Calle arriba caminarás tranquilo
Al encuentro de un soñado estío
O de un otoño que te enseñará quién eres,
Que te invitará a pensar,
Rodeado de equipajes,
Dibujando colores en la luz vital.
Descubriendo en cada puente, en cada cruce
Que con hoy es suficiente,
Ymañana es demasiado.
Sabiendo cuánto se parecen sueño y realidad
Sin tenerle miedo al tiempo que se va.

Despierta ya, mira qué luz.
Es el momento de saber si hay alguien más.
De olvidarte de ese silencioso ardor
Y decirte la verdad mirándote al hablar.
Más cerca cada vez de ti están el cielo y el mar.
Acabas de abrir las puertas de un mundo descomunal,
donde nadie oye tu voz
Donde sólo sientes tu fragilidad.
Pero pasa sin miedo,
Allí donde vas no hay monstruos de papel
Ni oscuros callejones
Ni temor, ni alcohol de quemar
Sólo azul, líneas en el mar,
Anchas calles y caminos infinitos.
Una avenida sin final
Donde no se acaban las calles,
Donde las calles no acaban de pasar.
Así que sonríe y déjate llevar.
No vuelvas nunca hacia atrás
Pon tus manos a volar
Y déjate, déjate llevar.

Despierta ya, mira qué luz.
Siente cómo ruge el mar
Cómo la tierra se abre
Cómo el abismo te sonríe y te invita a entrar.
Una décima de segundo más vuela
Mil millones de instantes de que hablar
Incógnitas que aún faltan por despejar.
Ahora podrás leer el libro que dice Cómo,
Y el otro que se titula Si, y el tercero llamado Nada
Y podrás componer sin guitarra ni papel
Iluminando hoy las letras de ayer
Pues no hay nada mejor que imaginar
Cruzando el camino del saber
Buscando el camino infinito
Que va desde el nueve al diez.

Despierta ya, mira qué luz.
La luz de la mañana que entra en la habitación.
Despierta ya, mira qué luz
Ilumina las calles mojadas y hace llorar mi corazón.
Otra vez.
No te irás mañana. Aún es pronto para envejecer.
No sin antes volver al Penta otras 3000 noches
Con tu chica de ayer,
Con tu mujer de cartas bocarriba,
Siempre dispuesta a entregar antes que sus armas, su vida.
Que el mismo sueño os lleve a los dos,
Que nos lleve a todos,
En esa hora en que las noches y los días
Se prestan uno a otro
Oscuridad y luz, verdad y mentiras.
Yo, desde mi lugar perdido
Te espero, porque volverás.
Tal vez me dé la vuelta un día
Y estés tú detrás
Porque nunca te has ido.




jueves, 26 de abril de 2012

El alma viva. Síndrome del cautiverio y felicidad.

Están encerrados en su propio cuerpo, totalmente paralizado por una cruel enfermedad, pero con su cerebro intacto. No pueden moverse, ni hablar, ni alimentarse, ni realizar sus necesidades básicas sin ayuda; no pueden siquiera sonreír. Viven dentro de un cuerpo muerto, y sin embargo aún tienen ganas de vivir. Sufren un verdadero infierno cada minuto de cada día, y sin embargo no se sienten desgraciados. Muchos, incluso, aseguran ser felices.

Padecer el llamado Síndrome del Cautiverio no es, a priori, una buena razón para sentirse feliz. Como no lo es, desde luego, padecer ninguna enfermedad grave. Los enfermos de este trastorno neurológico viven con un cuerpo completamente paralizado, sin posibilidad de relacionarse ni comunicarse con los demás (salvo, algunos, con un leve movimiento de los párpados), pero con todas sus funciones mentales intactas, es decir, plenamente conscientes de su cruel condición: ser prisioneros de su propio cuerpo. Sin embargo, y pese a lo que podría pensarse echando mano del sentido común, esta vida que les ha tocado vivir (dicho con plena intención) no les hace necesariamente desdichados. Y aún más, la mayoría de ellos afirma ser feliz.

Esta es la conclusión de un reciente estudio realizado por un equipo de las universidades de Lieja y Bruselas, tras interrogar a 168 ‘cautivos’, miembros de la Asociación Francesa del Síndrome del Cautiverio. A todos se les preguntó, por medio de una encuesta adaptada a sus limitaciones, acerca de su historial médico, su estado emocional, su vida cotidiana e incluso su opinión sobre el final de la vida, el suicidio y la eutanasia. Las conclusiones finales del estudio resultaron verdaderamente sorprendentes:
     El 72% declaró ser feliz; y lo que es más, la mitad de ellos querría ser reanimado en caso de sufrir un paro cardiaco. Algunos, por supuesto, reconocieron su infelicidad, su permanente depresión y haber pensado a menudo en el suicidio; aunque el porcentaje no llegaba a un tercio de los encuestados. La gran mayoría (un aplastante 82%) también estaba satisfecha con sus relaciones personales, a pesar de sus extremas limitaciones. Es cierto que las personas sanas no podemos ni imaginar cómo debe ser vivir en esas condiciones, pero tampoco es fácil entender en qué modos pueden encontrar la felicidad estos pacientes. Tal vez una de las claves esté en que dos terceras partes de ellos vivían en sus casas, cuidados por su pareja o algún familiar (verdaderos ángeles de la guarda que, por cierto, merecerían un artículo dedicado en exclusiva). O quizás esté en lo que entendía Locke por felicidad humana, una disposición de la mente y no una condición de las circunstancias.

Obviamente, el grado de aceptación de la enfermedad influye de manera determinante en el grado de felicidad o depresión. Según el profesor Steven Laureys, coordinador del estudio, el síndrome requiere al menos un año de adaptación y son la ansiedad y la frustración de no recuperar siquiera el habla los motivos más frecuentes de infelicidad. Poco a poco las prioridades van cambiando, y cada cual debe reordenar sus valores y necesidades. Lo que ayer era vital (una reunión, una competición deportiva, un negocio o un coche nuevo) hoy se torna inútil, insustancial; ahora, lo que de verdad importa es una sonrisa, una caricia o una pizarra con el abecedario para comunicarse a base de parpadeos. O con la que escribir un libro entero, letra a letra, guiño a guiño.
     Tal fue el caso de Jean-Dominique Bauby, redactor jefe de la revista Elle, prototipo de triunfador, seductor y auténtico ‘bon vivant’, cuya pasión por la vida y por los descapotables se vio repentinamente parada en seco cuando en 1995 el síndrome se cruzó en su camino, en forma de embolia masiva; aunque ello no le impidió escribir un libro desde su particular abismo: “La escafandra y la mariposa” (que fue adaptado al cine por Julian Schnabel y llegó a triunfar en Cannes). Con su único ojo ‘vivo’, Bauby tardó dos años en dictar sus memorias parpadeo a parpadeo (un guiño cada vez que llegaba a la letra elegida al serle recitado el abecedario), como un interminable gota a gota de voluntad, determinación y paciencia infinita. Su conmovedor y sobrecogedor relato nos adentra en las profundidades de su sufrimiento, donde únicamente su imaginación y su memoria (la mariposa) le permiten huir, escaparse de su opresora escafandra (el cuerpo inerte). Una auténtica lección de vida que vio la luz sólo dos semanas antes de la muerte de su autor y protagonista.

También el español José Carlos Carballo, “Charlie”, es una lección de valentía y determinación. Dos meses y medio después de casarse, y con sólo 32 años, un infarto cerebral le paralizó el cuerpo por completo; pero no la mente, ni la conciencia, ni la voluntad, ni la memoria, ni los sentimientos, ni los deseos. Y uniendo todos ellos logró, con el leve movimiento de su dedo índice derecho y sus parpadeos, escribir un libro, “Síndrome del Cautiverio en zapatillas”, en el que relata sus experiencias y emociones, sus sentimientos y su nueva vida ‘cautiva’. Gracias al apoyo incondicional de su mujer, Puri (su sostén emocional e intelectual), en 2004 logró finalizar y publicar su obra (“me hace sentirme útil, ya que recibo muchos emails buscando consejos o ayuda”) y recargar fuerzas para emprender nuevos proyectos: crear una Asociación de Amigos del Síndrome del Cautiverio, escribir un nuevo libro, viajar, volver a votar (hace un año recuperó su capacidad jurídica) o cumplir su sueño de ser piloto del Ejército del Aire, al menos por un día.

Charlie, como Bauby o como los pacientes del estudio, o como Eric Ramsey (que está reaprendiendo a hablar gracias a un revolucionario sistema de electrodos que ‘leen’ su mente), y como tantos otros ‘cautivos’ que no se rinden a su particular tragedia, son una permanente lección de vida, de esperanza y de valentía. En un mundo que aboga por la eutanasia cada vez con menos disimulo y en el que la valía se mide por el éxito profesional, social o deportivo, ellos nos recuerdan que hay otros valores, otras luchas y otros caminos para alcanzar, incluso, la felicidad. Y que, aunque sus cuerpos estén inertes, “el alma tiene ilusiones, como el pájaro alas; eso es lo que la sostiene”, como nos enseñó Víctor Hugo. Y ellos, el alma, la mantienen bastante viva.  

lunes, 9 de abril de 2012

La muerte del egoísmo


Lo escribió Michael O’Brian en La Última Escapada: “El precio que hay que pagar por una familia feliz es la muerte del egoísmo”. Loli, Toni y sus seis hijos no es que hayan matado el egoísmo, lo han pulverizado. Directamente. Ésa es la única razón (si es que la razón tiene algo que ver con esto) que explica su felicidad fuera de lo común.

Porque la familia García Garrido es, para empezar, una familia fuera de lo común, aunque ellos no se ven distintos de otros matrimonios con familia numerosa. El caso es que de los seis hijos de Loli y Toni, tres han nacido con, digamos, problemas. La mayor, Marimar (célebre por su documental Mar Afuera), padece desde los 6 años una enfermedad degenerativa sin diagnóstico, que ha ido paralizando su cuerpo progresivamente, año tras año, músculo a músculo, hasta que hoy, a sus 25 años, sólo puede mover los músculos del cuello y de la cara. Una circunstancia que, como ella misma dice, “no me quita las ganas de vivir”. La prueba es que acude todos los días a la Facultad, donde estudia Periodismo (su ilusión, o su meta, es dirigir un periódico), viaja a menudo, se divierte con su cuantioso grupo de amigos y participa en multitud de conferencias y charlas (es ponente habitual del Congreso para Jóvenes con Valores organizado por la fundación Lo Que De Verdad Importa).

A Marimar la siguen Isabel, de 24, que estudia Psicología, la rama de Criminología (influencias de CSI, supone su madre); Miguel Ángel, con 23 años y síndrome de Down, y que es el ángel de la casa; Rocío, de 19 años, que este año se examina de selectividad; José Luis, de 17 años, apasionado deportista; y Pablo, 10 años, que padece acondroplasia (el tipo más frecuente de enanismo, para entendernos), enfermedad que impide el crecimiento normal de los huesos, pero que a Pablo no le impide nada más, ni ser el crack de la clase al fútbol ni jugar a baloncesto como un campeón (cuenta su madre cómo se pasó 3 semanas tirando a canasta sin encestar, día tras día, con una fuerza de voluntad invulnerable, hasta que metió la primera; y de ahí, a no fallar ni una. Un verdadero luchador).

“Le puede pasar a todo el mundo”, dice Loli, “No es una situación tan excepcional; lo importante es tener una visión real de las cosas, afrontarlas de cara”. Sobre todo cuando en esa cara hay siempre una sonrisa. Loli y Toni lo tienen claro, una familia numerosa es más fácil de educar: sale el instinto de supervivencia de cada uno; los hijos se hacen más autónomos antes, se ayudan entre ellos, son más generosos… es una auténtica “Escuela de Virtudes”. Por supuesto que hay problemas, y días malos, y momentos de bajón, y ganas de tirar la toalla, a veces; pero esa sensación apenas dura unos instantes. Para los niños, el hecho de tener un hermano con problemas es una experiencia de vida única, una lección magistral que les enseña a convivir con ello, lo ven como algo natural. “Mis hijos han salido beneficiados”, dice su madre, con un brillo de orgullo en la mirada, “y nosotros también. Yo he aprendido de todos mis hijos, especialmente de Miguel Ángel.” Cuenta cómo un día, todos reunidos en la cocina, charlaban sobre el mejor amigo de cada uno. Cuando llegó el turno de Miguel Ángel, éste exclamó “¡Vosotros todos unos locos! El mejor amigo es Jesús”; intentaron convencerlo de que se referían a otro tipo de amigo, al que más quieres, con el que más juegas y hablas… Y él, muy serio, zanjó: “El mejor amigo es el que más te quiere”. Punto. Esa profundidad, esa intuición, esa capacidad de comprensión de Miguel Ángel le confirmó a Toni y Loli dos cosas: que Dios les está ayudando cada día y que en esta casa nunca hay que dar nada por sentado.

Otra de las lecciones diarias es que el sufrimiento es una escuela, en la que hay mucho que aprender. Tú decides si quieres o no; si aprendes superas la prueba, si no, suspendes. Al final, “todo está en la escala de valores que tú tengas”. Pero no es sólo una cuestión de sufrimiento, también de voluntad, y de esfuerzo, y de ganas de vivir. “Toni es un luchador, siempre mira hacia delante, desde el minuto uno; y nuestros hijos han salido a él”. Por ejemplo: cuando Marimar fue a examinarse de Selectividad, le negaron la adaptación curricular y la obligaron a realizar el examen con todos los demás alumnos, en la misma aula y con el mismo tiempo, no querían “favoritismos” (ella, claro, no podía ni siquiera usar el bolígrafo). Se tiró llorando de jueves a domingo, hasta que dijo “¡Basta! Se van a enterar de quién soy yo”. Y se enteraron: después de tres días de examen oral, incluyendo matemáticas (¡toma “favoritismo”!), aprobó con nota. Decía El Principito que la peor barrera es la que tenemos nosotros en nuestra cabeza. Por eso Marimar nunca se ha quejado, no ha perdido la alegría, y ni siquiera ha necesitado un psicólogo. Aunque suene excesivo decirlo, es feliz con su enfermedad. Se siente muy útil hacia los demás, por poder demostrar que es capaz de hacer muchas cosas y ser una persona “normal”, como ya hizo en el famoso documental Mar afuera, que fue una respuesta rebosante de vida y optimismo al pesimismo oscuro de Mar adentro, la película de Amenábar.

En esta sociedad egoísta, hipócrita y cobarde, Loli, Toni, Marimar y sus hermanos nos abren bien los ojos, nos apartan la mirada de nuestros ombligos y nos dan una lección de fe y de coraje, de amor y generosidad sin medida, sin condiciones. Tal vez sea éste el secreto de su felicidad.




jueves, 22 de marzo de 2012

Érase una vez... un cuento perverso


Hubo un tiempo, hace muchos muchos años, cuando aún no existían las películas de Walt Disney, antes incluso de Hans Christian Andersen, los hermanos Grimm y Charles Perrault, en que los cuentos de hadas maravillosas, duendes mágicos y príncipes azules eran tan perversos, violentos y oscuros como el mundo en que acontecieron. En aquella Europa tenebrosa del medievo, los niños vivían, hablaban y trabajaban como adultos, delinquían como adultos, se embriagaban como adultos... y escuchaban los relatos de los adultos. En aquellos tiempos lejanos, los niños convivían con la violencia, la crueldad y la perversión como hoy lo hacen con los videojuegos; solo que en esos tiempos, el juego era la vida.

Por eso, los mitos que han llegado a nuestros días como “cuentos infantiles” versaban entonces de todo tipo de bajos instintos y desmedidas crueldades. Así fueron concebidos y transmitidos en su origen oral, y lo que ha llegado a nosotros no es sino la versión suavizada, tamizada, “civilizada” por recolectores –reescritores- como Perrault, los Grimm, Andersen o Disney. Ellos fueron los inventores de los finales felices, del triunfo del bien y la verdad, de la esperanza. Pero no siempre fue así.
Por empezar con otra película que se acaba de estrenar, la dulce Blancanieves no se libra de los detalles escabrosos. En la primera versión de los hermanos Grimm, la reina vanidosa y despiadada no era la madrastra, sino la propia madre de Blancanieves, hecho que escandalizó a la sociedad de la época. Pero aún más cruel es el final de un relato anterior, en el que la pérfida madrastra es obligada a calzarse unos zapatos de hierro al rojo vivo y bailar hasta caer muerta, presa de un espantoso frenesí. Y además en la boda de su odiada hijastra.
     Caperucita Roja, en su versión ancestral (y perversa) el licántropo no solo se come a la abuela, también devora violentamente a la niña y, además, antes de descuartizarla la engaña para que beba la sangre de su propia abuela (“-Abuelita, este vino está muy rojo. -Calla y bébelo, es la sangre de tu abuela.”). Ya en versiones posteriores se suavizó el final, salvando a Caperucita del lobo con fórmulas de lo más peregrinas: una avispa oportuna, las necesidades fisiológicas de la niña, un cazador que pasaba por ahí...
     La Bella Durmiente, esa romántica historia con valeroso príncipe y casto beso de amor, en realidad no era nada romántica, el príncipe era un pervertido y el casto beso, una violación. Según la primitiva versión escocesa, es un rey quien descubre el cuerpo inerte de la bella Talía en su palacio, la viola y se marcha; transcurridos nueve meses Talía, aún dormida, da a luz dos gemelos, que son cuidados por las hadas. El monarca, arrepentido, regresa al palacio y la encuentra despierta, confiesa su paternidad y decide llevarse a los tres a su castillo... idea que no hace precisamente feliz a la reina, quien intenta guisar a los gemelos y quemar viva a la usurpadora. Finalmente, el rey lo impide y, después de deshacerse de su celosa cónyuge, se casa con la bella princesa.

El caso de La Cenicienta es aún más violento, si cabe. En la arcaica versión italiana, Zezolla mata a su primera madrastra brutalmente, rompiéndole el cuello; su padre se casa entonces con el ama de llaves, que es tan cruel como la anterior y además aporta dos hermanastras igualmente siniestras. Al final, Zezolla logra asistir al baile en palacio, enamorar al príncipe y perder el zapato (de raso, no de cristal); y las hermanastras consiguen encajar el delicado escarpín en sus grotescos pies... cortándose el dedo gordo una y rebanándose el talón la otra. Oportunamente, dos palomas muestran los restos de sangre al príncipe, destapando la dolorosa trampa. El día de la boda, las hermanastras aún recibirán mayor castigo: las palomas les arrancan los ojos como escarmiento.

Otros finales no felices que quedaron perdidos en el tiempo son, por ejemplo, el de Pinocho, que en la primera versión de Carlo Collodi el muñeco muere ahorcado (“dando una gran sacudida, se quedó tieso”) en castigo por su mal comportamiento. O la delicada Ricitos de Oro, que en el relato de 1831 era una vieja iracunda y hambrienta, que al final es torturada por los osos y empalada en la aguja del campanario. O Piel de Asno, donde la heroína escapa de un padre que intenta abusar de ella.

Moraleja: que cada tiempo tiene sus cuentos. Y sus bondades y sus maldades. Y sus finales felices. Y, en fin, sus perdices o sus lombrices.