Celebrando que hoy es el día de los inocentes, y aprovechando los últimos hallazgos, declaraciones y contradeclaraciones del caso Urdangarín, aquí tenéis un artículo sobre diversas estafas, timos y venganzas del pasado que puede resultar muy revelador en estos tiempos...
A la mañana siguiente, el acaudalado André Poisson recibió la grata
noticia de que su oferta había resultado la ganadora. Una semana
después, recaudado el dinero, Poisson se reunió con el conde Lustig y su “secretario”
en el Hotel de Crillon, les entregó el cheque certificado y una cartera repleta
de billetes, y se despidió feliz con el documento oficial de venta en sus
manos. Sólo una hora más tarde, Lustig y Collins habían cobrado su cheque y se
instalaban en su compartimento del expreso de Viena, rumbo a una vida de lujo.
Durante un mes comprobaron que nada se mencionaba en la prensa sobre su “faena”;
Poisson estaba demasiado avergonzado para denunciar la estafa. Confiados ,
Lustig y Collins repitieron la hazaña… solo que esta vez la víctima sí acudió a
la Policía francesa. Y aunque los astutos estafadores jamás fueron capturados,
no pudieron volver a vender la
Torre Eiffel una tercera vez.
Siempre ha habido falsificadores, pero seguramente ninguno tan joven
como William Henry Ireland. Hijo de un grabador de libros londinense, Ireland
se enamoró de Shakespeare y de su obra a los 13 años, en una visita a Stratford
Upon Avon, cuna del dramaturgo inglés. Su particular homenaje se tradujo en una
serie de pequeñas falsificaciones, utilizando papel de la época isabelina y
tinta envejecida artificialmente. Primero fue la firma. Luego , un
manuscrito “original” del Rey Lear y
algunas escenas de Hamlet, imitando
la caligrafía shakesperiana. Expertos
y críticos certificaron “sin ninguna duda” la autenticidad de los documentos,
lo que dio alas al temerario joven para intentar el más difícil todavía: crear
una obra inédita de Shakespeare, desconocida, totalmente original y escrita por
William… Ireland. El intrépido falsificador tenía 17 años cuando eligió una
obra al azar, contó el número de versos (2.800) y empezó a escribir. En dos
meses estaba finalizada. La tinta, el papel y la caligrafía otorgaron
credibilidad al “hallazgo”, y aunque los expertos pusieron en tela de juicio la
calidad de la obra, no dudaron de su autoría. El 1 de abril de 1796 (Día de los
Inocentes) se estrenó en el teatro Drury Lane la obra recientemente descubierta
Vortigern y Rowena, de William
Shakespeare. Esa misma noche, con el teatro lleno, el fraude fue decubierto por
el actor principal y William Ireland confesó la verdad. A lo largo de su
vida escribió numerosas novelas y poesías, pero sólo se recuerdan sus textos
apócrifos de Shakespeare, cuyos manuscritos se conservan en el Museo Británico.
El caso del pintor Van Meegeren fue a un tiempo falsificación y
venganza. Denostado por el renombrado crítico de arte Abraham Bedius, que había
destruido su incipiente carrera años atrás, decidió demostrar su habilidad
artística falsificando obras de Vermeer. Fue tal su nivel de perfección, su
delicadeza y composición del cuadro, su lograda textura envejecida, que algunas
de ellas se llegaron a admirar, por ejemplo, en el Museo Boymans de Rotterdam.
Otras fueron vendidas a prestigiosos coleccionistas y museos por verdaderas fortunas.
En 1945, una de sus falsificaciones fue confiscada de la colección privada del
dirigente nazi Goering; siguiendo su rastro, la policía llegó hasta Meegeren,
quien fue acusado de colaborar con los alemanes. Ante la amenza de ser
ejecutado, finalmente confesó: “¡Idiotas, no vendí ningún Vermeer a los
alemanes, sólo un Van Meegeren! No colaboré con ellos, los engañé”. Por
supuesto, esta declaración fue suficiente para destruir la reputación de Bedius
y los demás expertos, que era, en realidad, lo que siempre había perseguido
Meegeren. El aunténtico arte de la venganza.